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NINGÚN ministro de Educación ha concitado tanto rechazo por lo que dice y por lo que hace (o dice que va a hacer) como el señor Wert. Esta percepción, más o menos subjetiva, tiene ya un refrendo institucional en la declaración conjunta que han firmado casi todos los partidos de la oposición, acordando que una de las primeras medidas de la próxima legislatura sea derogar la LOMCE. Si esos pronósticos de política-ficción se cumplen, en aproximadamente tres años tendremos un par de hermosas leyes de educación más, que se unirán al rosario de las seis anteriores durante el periodo democrático. Por supuesto, ninguna de ellas servirá para arreglar la educación, pero sí podrán cumplir su papel ideológico para controlar el sistema (si no, ¿por qué tantas?) y crear sumisos clientes en lugar de activos ciudadanos.
Cuando se habla de la LOMCE sale el manido tema de las clases de religión, se habla de recuperar la cultura del esfuerzo, de reválidas externas, se invoca la excelencia. Y al mismo tiempo se despide a los interinos, no se cubren las jubilaciones y se recorta casi un 30% del presupuesto educativo.
Para el estudiante, pues, más dificultad y menos recursos. ¿Cómo piensa hacerlo Wert? La dificultad como fin en sí mismo puede significar que el estudiante sea el protagonista de su propio aprendizaje, que aprenda a pensar, que es lo más difícil de todo. Pero sale caro: nada de 35 o 40 alumnos por clase, ni de rutinas, ni de dictar apuntes o memorizar. En el particular diccionario del ministro, dificultad debe significar entonces, nos tememos, exigir más, suspender más, como esos profesores que todos conocemos, o esas titulaciones cuya excelencia se juzga inversamente proporcional al porcentaje de aprobados. Sólo han de llegar al final los muy preparados, es decir, los que mejor se adapten al sistema.
En la universidad los alumnos preguntan "qué entra en el examen" y se ponen muy nerviosos si se les abre un poco la baraja de la creatividad. Luego serán buenos graduados, sí, algunos hasta encontrarán trabajo en España. Pero la mayoría seguirá esperando a que desde arriba les digan qué tienen que hacer, en una época en que los cambios, si vienen de algún lado, sólo vendrán desde abajo. El círculo se habrá cerrado. ¿Qué futuro le espera a una ley que ya antes de nacer tiene firmada su sentencia de muerte? El que estaba previsto, por supuesto. Estamos adwertidos.
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