Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Apenas podía respirar: la ansiedad le atenazaba el pecho. Llevaba ya más de seis años en el país. Los dos primeros años los recuerda con miedo, cada esfuerzo era destinado a encontrar un lugar para dormir o un plato de comida decente, a deambular gestionando papeles, luchando contra toda esa burocracia tan poco acogedora, tan agotadora. Luego fueron llegando los primeros trabajos, y los cambios de domicilio se fueron espaciando. En esos primeros años no pasó ni un solo día sin acordarse de su barrio, de su tierra, de su gente: deseaba volver con cada fibra de su cuerpo.
En los siguientes años la vida pasó a ser menos difícil. Fácil no, porque nunca fue fácil: además de encontrar trabajos para el alquiler y para el supermercado se veía obligada a buscar otros trabajos para mandar dinero a su familia. Su madre estaba mayor y dependía de lo poco o mucho que podía enviarle, y alrededor suya había familiares con mil necesidades, las mismas necesidades que ella conocía tan bien, las que habían forzado su salida, su migración.
A estas alturas, después de seis años arañando la vida, podría decir que había conseguido aquello que vino buscando: cierta estabilidad, dinero para vivir y para enviar, trabajos estables o medianamente estables, y hasta un grupo de gente que se podían denominar amigos. Pero al mismo tiempo era más consciente que nunca de que el mundo seguía dividido por enormes abismos. Si en algún momento pensó que huía del Sur para llegar al Norte ahora sabía que había terminado en otro Sur. Menos áspero, pero Sur también.
Apenas podía respirar. Su aventura migratoria ya no tenía vuelta atrás. Tendría que vivir para siempre lejos de su tierra. Pero sabiendo, además, que su único destino posible era ser una trabajadora infatigable, que no se le perdonaría ni un despiste. Le cabreaba mucho pensar en un mundo tan dividido entre una mayoría de trabajadores infatigables y unas pequeñas élites de acumuladores. No era posible aceptar un mundo en esas condiciones.
Luego, con esfuerzo, y en ocasiones algún medicamento, se le pasaba el cabreo, desplazaba su ansiedad, sonreía ante el espejo, ordenaba una transferencia a su madre, salía de cañas con los amigos y hacía lo único que podía hacer la gente trabajadora: trabajar. Esperando que, en algún momento, la historia repartiera las cartas sin marcar, y todos y todas tuvieran las mismas oportunidades, en el Norte o en el Sur.
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