Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
tiempo de academia
Elenvejecimiento progresivo de las sociedades desarrolladas, que se viene produciendo desde finales del siglo XX, es un fenómeno que ya se anunciaba con el crecimiento de la población tras la segunda guerra mundial.
Si a esto se añade que progresivamente han ido mejorando las condiciones de vida de las personas, no sorprenden a nadie las predicciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que estima que para el año 2050 la cifra de personas mayores de sesenta años en el mundo estará alrededor de los 2.000 millones.
Esta situación ha sido motivo de análisis por sociólogos y economistas, que han sabido ver las consecuencias que ello traería consigo para el gasto público de los estados.
En la década de los setenta Simone de Beauvoir, escritora francesa, profesora, filósofa y defensora de los derechos humanos ya anticipó en su libro La vejez este escenario, describiendo con detalles el sentido que tendría el envejecimiento en una sociedad capitalista, dominada por los valores del mercado y la producción, que provoca la atomización de los individuos y donde las personas de mayor edad están expuestas a la discriminación y el abandono social. Una cultura como la contemporánea dominada por el egocentrismo y el narcisismo que se cierra a los lazos de la solidaridad.
No es de extrañar, y ya lo viene advirtiendo la OMS, que desde hace unos años se estén produciendo actitudes proclives al ageísmo o edadismo en todos los países, es decir, a la discriminación de las personas por su edad. Una situación que, según esta institución, tiene repercusiones importantes sobre la salud física y mental de los mayores. En este sentido, son frecuentes los estudios publicados en la literatura científica sobre los malos tratos a los ancianos y las estrategias para su prevención desde los servicios sanitarios.
Estas posiciones ageístas ya comenzaron hace varias décadas en los Estados Unidos. Así, el filósofo y bioeticista americano Daniel Callahan cuestionó en su libro Setting Limits: Medical Goals In An Aging Society la utilización en los ancianos de las tecnologías más avanzadas y costosas, proponiendo la edad como criterio para restringir el uso de los recursos sanitarios. Sus argumentos eran los esperables dentro de un sistema liberal como el norteamericano, es decir, la presunción de que los recursos son limitados, que los costes de las tecnologías sanitarias resultan elevados y la necesidad de una solidaridad intergeneracional que implica la reducción de los gastos en las personas de mayor edad para beneficiar a los más jóvenes.
A esto añade Daniel Callahan que el uso de las tecnologías más avanzadas aporta escasos beneficios a los ancianos, en los que no es esperable que aumente la supervivencia ni que mejore la calidad de vida. En base a ello, establece que el "final de la vida natural" de las personas está alrededor de los ochenta años, momento en el cual los cuidados médicos tienen que estar dirigidos a reducir el sufrimiento.
Desde el prisma del utilitarismo, esta distribución de los recursos en salud estaría justificada moralmente en cuanto que se procura el mayor bien para la mayoría, es decir, para las personas más jóvenes y sanas, en las que cabe esperar mejores resultados sobre la salud, lo cual resulta manifiestamente injusto.
En el tiempo transcurrido desde la publicación del libro de Daniel Callahan han cambiado muchas cosas y los criterios que sustentaban sus argumentos han ido perdiendo fuerza.
Por una parte, la ancianidad no es necesariamente sinónimo de enfermedad ni tampoco es el momento de la vida en el que se origina un mayor consumo de recursos sanitarios. De hecho, según algunos estudios el mayor gasto se produce en el último año de vida, independientemente de la edad del paciente.
Además, con el paso del tiempo las tecnologías han ido reduciendo su precio, solo hay que recordar la disminución en el coste de la diálisis desde su descubrimiento en los años sesenta hasta la actualidad.
Por otro lado, adecuar el esfuerzo terapéutico y evitar el sufrimiento de los enfermos en ningún caso implica limitar las actuaciones médicas por cuestión de edad, sino que se trata más bien de dar una orientación en la atención al final de la vida dentro del contexto de unos cuidados paliativos de calidad.
Por lo tanto, el horizonte en la atención sanitaria debe estar en el respeto a la dignidad de las personas y en procurar el mayor bien para todas y cada una de ellas, distribuyendo los recursos disponibles con justicia y equidad.
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