Desde la Ría
José María Segovia
Gran orquesta
Tirando del hilo
La piedra sin labrar y las ramas de los árboles sostienen las aldeas tempranas de una prematura civilización. Los campos ricos en hortalizas descansan al calor del cuidado para nutrir a familias anhelantes de conseguir la estabilidad de un hogar. Hace 10.000 años los recolectores comenzaron a construir los primeros asentamientos. Nuestros hermanos del Neolítico orquestaron una revolución que cambiaría el curso de nuestra historia. Ellos, inocentes de su presente y aún entre sudores, debían buscar agua para saciar su sed después de horas bajo el sol. Comprendieron que cuidar la tierra exigía grandes esfuerzos que se traducían en dolores de espalda y vivieron con una salubridad que tampoco les mecía entre algodones.
Miles de años después, la historia, que parece tener memoria, se vuelve insistente y dañina. Aka, padre migrante de Costa de Marfil, se mueve con soltura con las pantuflas azules que se quita antes de entrar en su vivienda. Asfixiado, vive bajo plástico, palés y cartón. No tiene luz, ni baño, tampoco grifo para lavarse las manos. El agua, como los amigos neolíticos, tiene que ir a buscarla a kilómetros de distancia. Su teléfono comienza a vibrar: es su familia, quieren hacer una videollamada. Dubitativo, termina colgando. Le avergüenza que vean dónde vive. Sus ojeras muestran la preocupación continua, el miedo y la incertidumbre del mañana. Se despierta antes de que el sol se desperece para ir a trabajar la tierra. Le gustó ser llamado esencial, aunque no se vea recompensado. Él fue ese par de manos que, como tantos otros, llevó la fruta a nuestra mesa. Y entre toda esta exigüidad, encuentra el orden, la limpieza y la convivencia. Es curioso como el ser humano, pese a vivir en condiciones pésimas, busca fervientemente la dignidad y la supervivencia.
El antropólogo Yuval Noah Harari afirma que la esencia de la revolución agrícola fue mantener más gente viva en peores condiciones. Algo sucede en nuestros campos cuando los agricultores se echan a las calles, los que recogen la fruta sobreviven entre plásticos y el discurso xenófobo se acentúa. Manejamos una soga que asfixia a centenares y que ocasiona un desamparo feroz hacia una realidad irrefutable. Ahora, estos trabajadores en tierra de nadie alzan la voz a favor de su dignidad. Decididos y organizados piden soluciones integrales a una realidad acuciante que ya es mayor de edad. Quizás debamos derribar el gran muro entre el ellos y el nosotros, porque tristemente, nos hemos atrincherado en esta fatal cotidianidad con un discurso casposo, estancado y, entre tanto, hemos condenado a miles de personas, convertidas en frías cifras, a vivir desamparadas. Ahora sí, para hacer historia, toca mirarnos por dentro para construirnos de nuevo, dejando atrás nuestra mugrienta y pasmosa indiferencia.
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