Fantasmas en el centro de salud

“No pude resistirme y aproveché la soledad del momento para charlar con el del mostrador, por preguntar al que sabe de verdad”

Una sombra en un pasillo de un centro hospitalario.
Una sombra en un pasillo de un centro hospitalario.

22 de mayo 2024 - 06:00

He sido de pocos médicos, aunque alguna vez he tenido que pasar por el aro, como todos, sobre todo en los últimos años en los que, ya saben, la edad no perdona y tiene uno ya el ataúd más cerca que la cuna.

Tampoco se crean que me disgusta ir. La sala de espera ha sido siempre para mí una especie de oasis, una oportunidad para desconectar. Como no tenía más remedio que esperar, aprovechaba para observar a la gente, para escuchar sus problemas: la señora que lleva tres años esperando dermatólogo, el hombre que tuvo que cogerse vacaciones porque no conseguía cita para la baja, o el chaval al que su padre han empezado a olvidársele cosas y ha tenido que sacarle un seguro privado porque lo del neurólogo no llega. Aquello es (o era) una especie de terapia de grupo en la que uno aprendía a relativizar sus problemas viendo que siempre hay gente que está peor que tú.

La cosa es que el otro día me tocó volver al médico. Tuve que hacerlo por la vía de urgencia porque resulta que no hay cita para el mío hasta dentro de un mes, pero aún en esas tenía yo la ilusioncilla de reencontrarme con una sala repleta de terapéuticos males ajenos. Ya de primeras me pareció muy extraño el silencio que reinaba en el edificio, otrora un monumento al griterío, una oda al timbre del móvil, pero continué con las mismas pensando que, a lo mejor, la gente se había educado de repente.

El segundo aviso fue el pasillo vacío. De no ser la moqueta, aquello parecía más el vestíbulo del Overlook Hotel que el de un centro de salud. Avancé despacio, con ese ligero cosquilleo que da el miedo, esperando encontrarme en cualquier momento frente a un par de niñas cogiditas de la mano con cara de pocos amigos, pero llegué sin mayor sobresalto que el chasco de verme solo en una sala vacía. No me cogió por sorpresa, claro, que ya había oído cosas, rumores, pero no me la esperaba tan desangelada, tan triste. Fue coser y cantar, claro, y en un ratito corto ya estaba fuera, con mi volante en la mano, dispuesto a pedir la cita pendiente con mi médico de cabecera.

Como uno es como es, no pude resistirme y aproveché la soledad del momento para charlar un poco con el tipo del mostrador, por aquello de preguntar al que sabe, que de ladrillos y mezcla aprendes más del albañil que del arquitecto. Hablamos de que faltan médicos, de que el personal va cogiendo citas como el que coge flores, del Covid, del trabajo que se le acumula a las enfermeras, de los cambios que no sirven para nada… Les pusimos nombre y apellidos a todos esos problemas que algunos exageran y otros niegan, y justo cuando estaba a punto de irme me detuvo para soltarme una última advertencia.

Lo hizo susurrando, como quien cuenta un secreto, sujetándome del brazo para que le prestara la debida atención: “pero vamos” -dijo- “que todo esto no es porque no quieran, sino porque no saben, que aquí hay mucho fantasma”, y me guiñó un ojo antes de soltarme para volver a sus cosas. “No saben”, me espetó, y desde entonces ando preguntándome si será verdad que detrás de tantas promesas rotas, detrás de todo este despropósito en que se ha convertido la sanidad andaluza, de este fracaso, al final no se esconden conspiraciones ni fantasmas, sino solo malos gestores. Si resulta que lo que pasa es que hemos dejado nuestra salud en manos de ineptos.

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