La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
DECÍA Ortega que quien quisiera conocer a España y a los españoles que fuese a ver una corrida de toros. ¡Claro que de esto hace ya muchos años! Por aquella época, hace ya casi un siglo, en una plaza de toros se sintetizaba lo que era el país y su forma de ser. La diferencia entre clases sociales se dejaba entrever en todo momento, desde la ubicación de la localidad (sol, sombra, barrera, tendido, palco, grada) hasta en la forma de comportarse durante la lidia, ya fuera para aplaudir o para protestar.
Si en los tendidos estaban bien diferenciadas las clases sociales, entre los protagonistas no lo era menos. En el ruedo quedaba clara la categoría de cada protagonista: el alguacilillo, el matador, el subalterno, el picador, el monosabio, el arenero… Cada uno en su sitio. El país sentía pasión por un espectáculo que evidenciaba la crueldad de la fiesta y la pasividad de unos aficionados que seguían el curso de la lidia entre caballos muertos y otros moribundos que arrastraban sus intestinos por la plaza, antes de caer definitivamente muertos entre charcos de sangre. Afortunadamente, esto ya no es así y la simple colocación del peto ha acabado con estas desagradables escenas. Curiosamente, las corridas tenían dos características que, por descontado, nunca han figurado entre las más reconocidas virtudes hispanas: la puntualidad en el inicio y el respeto a la autoridad competente.
Pero, como decía la zarzuela, hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad. Si Ortega viviera ahora, diría que para conocer la España del siglo XXI debería uno acercarse a un estadio y asistir a un partido de fútbol. Y la frase sería válida para el resto del planeta. El denominado deporte rey parece ser la única monarquía en alza. Ha conseguido unificar países y continentes de la misma forma que lo hizo Alejandro Magno o Augusto en la conocida como Pax romana.
Hace poco que acaba de finalizar el mundial de fútbol de Brasil y hemos podido comprobar, sin sorpresa, que los comportamientos de futbolistas, entrenadores, profesionales de la información, intermediarios y público asistente son similares, independientemente de su procedencia. Lo mismo expresa su alegría tras marcar un gol un jugador africano de la selección de Nigeria que un delantero de Honduras, un oriental de Japón o un rubio de ojos azules procedente de la Rusia báltica. Los mismos aspavientos de resignación o indignación hacen los entrenadores (perdón, señores técnicos) ya sean originarios de la Inglaterra de los gentlemen, de la culta y refinada Francia, de la deprimida Argentina o de la devastada Nigeria.
Y no solamente ocurre esto en el campo, sino en el palco, el sancta sanctorum del estadio, lugar en el que están las autoridades y en el que se supone que la cordialidad y la corrección deben reinar. No es raro ver al presidente de un país, a un primer ministro o a un rey dando saltos y haciendo gansadas como un hincha más, por el increíble hecho histórico de que un jugador de su equipo ha conseguido la gran proeza de marcar un gol, aunque sea de rebote, a trompicones y en clamoroso fuera de juego.
El fútbol ha conseguido lo que no lograron los ejércitos de Napoleón: uniformar estéticas, aunar actitudes, generalizar comportamientos. A pesar de que hay muchos, los llamaré intelectuales, que reniegan del fútbol y de todo lo que le rodea, yo les aconsejaría asistir al espectáculo. Les guste o no, lo que allí ocurre, lo que se ve dentro y fuera del estadio, es la auténtica imagen de nuestra sociedad en versión simplificada, a lo Reader's Digest.
Nos guste o no hay mucha gente así. Diría que son legión. El fútbol es el tema de conversación de un elevado porcentaje de individuos. A veces he pensado: ¡pobre del que no sabe de fútbol! Se queda fuera de los debates nacionales y de la mayoría de las conversaciones familiares o reuniones de amigos. El dilema nacional no suele ser social, económico o político, sino futbolero, como se dice ahora.
Aunque, mirándolo bien, hay cosas peores. Echa uno una ojeada al patio institucional, al político y, sin dudarlo, prefiere hablar de fútbol. Al menos divierte, entretiene y, si uno no quiere, no le cuesta el dinero como pasa con las cadenas públicas de televisión, por ejemplo. Los clubes, salvo algunas injustas excepciones, son sociedades anónimas que no dependen de dinero público; al contrario, generan trabajo y pagan impuestos. Además: ¿qué sería de nosotros sin el fútbol? ¿Qué haríamos los fines de semana? ¿De qué hablaríamos los lunes? Yo, sin ir más lejos, soy socio de un equipo. ¿De cuál? No lo voy a decir. Con toda seguridad entraría con alguno de ustedes en un irremediable conflicto.
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