La firma
Antonio Fernández Jurado
¿Derribando su muro?
Todo tiene un lenguaje. Las olas de la mar, el viento, los ríos, el canto de los pájaros, la caída de la nieve, el croar de las ranas, los besos cuando se desatan, el hondón que dejan los que se van, los recuerdos que se amontonan o el deseo cuando se manifiesta.
Todo tiene un lenguaje. El universo y sus galaxias, las estrellas, los planetas, las lunas que orbitan y los cometas que viajan no tan errantes.
Todo tiene un lenguaje. La luz de la amanecida, el brillo de los ojos cuando es amor o es odio, el silencio que se enclaustra en la memoria, la laguna de los sueños rotos o el último aliento que se exhala con esa morbidez inevitable.
Todo tiene un lenguaje. La esencialidad del poema, lo descriptivo de la prosa, la cortedad tajante del aforismo, lo agudo del ensayo, la alcahuetería de la prensa o el rigor estabulado de las academias.
Todo tiene un lenguaje. El roce de las manos cuando acarician, la aridez de la tierra cuando falta la lluvia, el ganado cuando pasta o la fuente cuando se desborda en colores irisados si es de día o en rubores de plata de luna si intercede la noche.
Todo tiene un lenguaje. Tiene un ritmo, una melodía, una cadencia, una forma de hacerse notar, de explicarse, que las más de las veces evadimos o no notamos, por la urgencia de las prisas.
Todo tiene un lenguaje, sí, que viene dado por la Necesidad, por lo intrínseco, por la diferencia, por la singularidad y la diversidad que le imprime como sello sustantivo la naturaleza.
Todo tiene un lenguaje. Y, sin embargo, no nos detenemos a pensar, a meditar, a mascullar, lo pernicioso que resulta no atender los reclamos, los gritos, las llamadas oriundas de tanta explosión de notas, de ayes, por falta de experiencia, por dejadez, por inconsciencia, o, lo que es peor, por el maldito interés, ese que mueve a los dirigentes.
Todo tiene un lenguaje. Hasta las malditas y execrables guerras. Y no es posible sentirse bien ante tanta barbarie. Ante tanto asesinato premeditado. Porque, matar, aparte de un pecado en las religiones monoteístas ―y en cualesquiera otras― también supone un delito de odio contra el diferente, y un atentado contra los derechos inalienables del ser humano, hayamos nacido en donde fuere, profesemos la religión que deseemos, en su caso, o seamos hombres o mujeres…, y no digamos ya si son infantes o jóvenes los que fenecen. Pero ¿a qué lugares de ignominia estamos llegando en el orbe y hasta cuándo? Conteste usted, si puede.
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