Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Si 2023 fue el año en que la Inteligencia artificial -y su herramienta más conocida, el ChatGPT- colonizó nuestras vidas y conversaciones, 2024 puede ser el año en que de verdad se regule esta tecnología a favor del progreso y los derechos humanos. Puede parecer ingenuo, pero si no se amplían los límites de lo que imaginamos, nunca llegará a ser posible.
Como toda tecnología emergente, la IA suscita inquietudes y desafíos que esperan una respuesta apropiada. No solo en lo que afecta a la privacidad y a la toma de decisiones sin supervisión, que ya es muy preocupante, sino al modo en que irremediablemente va a incrementar las desigualdades y afectará a la población más vulnerable. Todo ello, sin perder de vista la inmensa burbuja de autocomplacencia y anestesia en que, como ciudadanos occidentales, estamos inmersos. Sirva de ejemplo el propio asunto de este artículo: mientras debatimos sobre los pros y los contras de nuestra opulencia tecnológica, una tercera parte de la humanidad no tiene ni siquiera la posibilidad de conectarse a internet.
Aún así, ganar la partida de la regulación es, por lo menos, no incrementar esos inmensos abismos que nos separan. Suele suceder que, cuando se empieza a tomar conciencia del impacto de las novedades tecnológicas, ya vamos tarde, pero en el caso de la IA parece que nos libramos -de momento- de esta maldición: las grandes potencias (UE, China o Estados Unidos) están ya articulando instrumentos legales, hay capacidad de intervenir desde los parlamentos, que pueden actuar como espacios de anticipación estratégica, espacios creíbles que nos aporten seguridad y protección (¡para eso están!). Pero en este deseable marco legal, hay una cuestión ética de fondo que se escabulle y que no se alcanzará a base de normas.
Y es que vivimos tan cegados por la tecnología, y por las promesas de un mundo mejor que le atribuimos, que el mayor peligro de la IA es creerse, de verdad, el oxímoron que contiene. La apariencia de realismo, la sensación de credibilidad, de inteligencia, es tal, que la confusión está asegurada y los riesgos de manipulación aumentan exponencialmente. Por eso, además de sentido común y criterios de discernimiento, vamos a necesitar una fortaleza comunitaria que sigue siendo asignatura pendiente: escuchar, filtrar, trabajar juntos... Es esa inteligencia, la radicalmente humana, la única que garantiza que la tecnología sirve para el progreso.
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