La firma
Antonio Fernández Jurado
¿Derribando su muro?
La tribuna
ESTA semana ha visto la luz la primera biografía de un onubense ejemplar, el sacerdote Paco Girón, escrita por Ángel Manuel Rodríguez Castillo. Con ella muchos onubenses hemos revividos los momentos que compartimos con aquel cura santo, que acabó dejando una huella imborrable en nuestras vidas, la que dejan las personas únicas y especiales.
Paco fue especial porque siempre hablaba de lo que sus ojos habían visto y su corazón había vivido; era puro sentimiento, todo verdad, y, por eso, era distinto. Un artista de la palabra que conectaba fácilmente con los sentimientos de aquellos que le escuchábamos y estábamos cerca de él.
Nuestro cura era el testimonio de una persona enamorada con lo que hacía, que no se cansaba nunca, que jamás hablaba mal de nadie, que siempre estaba disponible. Nunca había prisas en su corazón, y menos todavía, cuando sus ojos se clavaban en el fondo de tu alma. En ese momento, su mirada de Dios te atrapaba y su tiempo y el tuyo se detenían para siempre.
Te hablaba despacio, muy despacio, de su afición a Jesucristo, de los pobres y excluidos, de la gente y de su barrio de El Higueral, del amor y del perdón. Y todo te lo contaba bajito, con una sonrisa en su rostro, llena de bondad infinita y de alegría sincera.
Paco Girón tenía el arte de transmitir y de emocionar, ese arte que en la vida sólo tienen unos cuantos privilegiados, como Paco Toronjo, al que un día le escuchó el fandango (Aliciente/ ponle a la vida aliciente/ que un hombre no vale ná /si no lleva en la mente/ algo grande pa luchar). Esta letra le gustó tanto que la estuvo repitiendo hasta su muerte.
Y lo mismo que le volvía loco la letra de este fandango, también le gustaba recordar la historia de la boda de Caná, en la que María le decía a su hijo: "¡No tienen vino!". Y que en estos momentos de crisis, si Paco estuviera aquí, la cambiaría por las de: ¡No tienen trabajo! ¡no tienen viviendas, ni comida, ni salud, ni cariño, ni fe, ni esperanza!
Este era mi cura, mi amigo, es el mismo que un día dejó a su familia, a su novia, a sus bienes y a su tiempo para entregarse a los pobres y a los enfermos, para servir a Dios y a los hombres. No tenía ego, ni envidias, ni palabras académicas; sólo tenía vivencias, nada más y nada menos. Un sacerdote santo que vivió haciendo el bien en medio de una constante paradoja.
Paco amaba el silencio y estaba todo el día hablando o predicando. Se fue al seminario cuando más enamorado estaba de su novia. Fue director de una fábrica de aguardiente y no le gustaba el alcohol. Su pasión era el toreo y, siendo cura, fue muy pocas veces a una plaza de toros. Se pasaba el día y la noche visitando a los enfermos por los hospitales y no fue capellán de ninguno. Era un cura sin agenda, pero estaba donde tenía que estar a la hora exacta. Fue un alma libre dentro de la curia, pero vivió atado a los cursillos de cristiandad, a su barrio, a su parroquia, a su pueblo, a su cabalgata, al festival, a su residencia de ancianos.
Así era él, capaz de vivir la alegría en medio del sufrimiento y de aficionarse a los valores del Evangelio después de darle una media verónica al toro de su vida. Un hombre que no quería dormir para no perderse ni un minuto del servicio a los demás y que supo vivir con el riesgo de perdonar 70 veces siete.
Se hizo cura para montarse en la barca de la vida y remar mar adentro con una multitud de amigos, uniendo a una comunidad cristiana en el proyecto ilusionante de amar a Dios y a los hombres.
Fue un líder en el movimiento de los cursillos de cristiandad, -"el cura de los cursillos"- le llamaban. Y desde aquí sembró la semilla en Huelva de la participación y el compromiso de la sociedad. El cura nos animaba a que saltáramos al ruedo de la vida, y nos enfrentáramos a los problemas cotidianos. Por esta razón logró la ayuda de mucha gente en la construcción de las casas de Fuentepiña y de la parroquia de San Pablo, en la creación de la Asociación de Agua Viva y Valdocco.
La percepción de la santidad del cura crecía viéndolo en los hospitales. Sonriente, abierto, afable, generoso, así entraba Paco Girón en las habitaciones de los enfermos que diariamente esperaban a que les llevara el Señor.
La biografía que se ha presentado esta semana nos ha hecho recordar a ese cura del que brotaba un manantial inagotable de vida, que vivió con el silencio necesario para escuchar a Dios, con la alegría de la buena noticia del Evangelio y con la sonrisa que hace feliz a los demás.
Hablaba mucho de la alegría, pues él era un optimista antropológico con la capacidad de levantarle el ánimo al más triste o deprimido. Y para conseguirlo recurría a las bienaventuranzas, que para él constituía el mensaje más bello pronunciado en la historia de la Humanidad.
El cura vivía muy cerca de la gente, de sus problemas, necesidades, expectativas, alegrías, y tenía siempre a Jesucristo en el centro de su vida, por eso terminaba como Jesús: "¡Vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra!".
Este era mi cura, cercano con el otro, próximo a los pobres, que vivió saboreando lo que hacía, sin bienes materiales, disfrutando el sacerdocio, sin ego ni poder, transmitiendo su vida con el pellizco de su rica personalidad. Este era Paco, un torero de Dios en la tierra, que soñaba con cortarles dos orejas al toro de la vida.
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