Confabulario
Manuel Gregorio González
R etrocediendo
La otra orilla
Hace unos días se me ocurrió un chiste muy gracioso sobre un amigo. Estaba en un corrillo que charlaba distendidamente en la terraza de un bar y estoy seguro de que la broma hubiera entrado bien y provocado unas buenas risas entre el personal. Pero miré a mi amigo y enseguida me di cuenta de que ese chiste podría hacerle daño. Me contuve.
De un tiempo a esta parte surge de manera recurrente el mantra “no se pueden hacer chistes de nada” porque a algún humorista anclado en otro tiempo se le ha recriminado alguna chanza homófoba, racista o machista. Ese “no se pueden hacer chistes” cae en la contradicción de que la gracieta, efectivamente, no sólo se ha hecho, si no que ha sido retransmitida por alguna importante televisión. La diferencia está en que hace cuarenta años el público en general la celebraba y, cuarenta años después la sociedad ha madurado y no ríe la humillación de mujeres, de personas LGTBI o pertenecientes a cualquier otro colectivo (gitanos, discapacitados...). Como tampoco hubiera reído mi amigo aquel chiste tan gracioso que se me había ocurrido. Es más, posiblemente mi amigo me hubiera dejado de hablar y el resto del corrillo todavía me estaría echando en cara “que me pasé”. Eso es lo que no comprenden los del “no se pueden hacer chistes”, que el límite está en el daño que se hace a la dignidad de la persona, grupo, colectivo… sobre el que vas a hacer la broma y que, en todo caso, eres libre de hacerla, pero esa libertad acarrea la obligación de aceptar el chaparrón al que los demás, también libremente, te pueden someter.
Dicen que esto en los años 80 no ocurría, que entonces sí había libertad porque se podía hacer chistes sobre “enanos, mariquitas, gangosos…” y que ahora lo que hay es “una piel muy fina” obviando el hecho de que en aquella época nadie podía siquiera mencionar nada sobre “la vida privada” del rey o sobre según qué temas. Lamentablemente ya no están para contárnoslo, pero bien nos lo podrían corroborar Javier Krahe, que sufrió la censura por criticar al gobierno del que Alfonso Guerra era vicepresidente o Fernando Ruiz Vergara que, tras la dirección del documental “Rocío”, tuvo que exiliarse y dejar de hacer cine.
¡Claro que se pueden hacer chistes! Lo que olvidan estos señores es que, por fortuna, la sociedad ha evolucionado y que ya no hace gracia, por poner un ejemplo, una parodia que se ríe de las mujeres maltratadas.
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