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Está de moda que los entrenadores de equipos deportivos asuman cargos de responsabilidad política, o los astronautas, o los escritores de poca talla y menos valía, o los deportistas de élite. En los últimos meses hemos visto a un escritor mediocre asumir un ministerio fallido, a un astronauta en otro, a un entrenador de baloncesto como consejero en Andalucía, o a una saltadora de altura confundir las churras con las merinas, y ahora nos anuncian que un exseleccionador de baloncesto será candidato a la Alcaldía de Madrid. La política ofrece lo que el pueblo demanda. Y el pueblo pide mucho Instagram, mucho Twitter y más postureo. Nos estamos deshumanizando, damos vida y alimento a lo virtual dejando a un lado lo humano. Es la lucha de lo humano con lo no humano. Y las consecuencias son deshumanizadoras, o mejor, desconcertantes.
Nuestra política no tiene ni discurso ni idea. Y el periodismo, o aquello que llamamos periodismo, trabaja en gran medida desde la maldad. Ahora se hace un periodismo hiriente, sangrante. El periodismo está contaminado por las redes sociales, como lo está la literatura. Y estamos aceptando a políticos tóxicos, políticos sin talla ni capacidad de convencimiento, políticos que no trabajan para sus votantes, políticos que actúan aferrados a un sillón y manifestando lo peor de sí, que en definitiva es lo único que poseen. La política precisa de profesionales, de seres humanos vocacionales sin intereses propios, donde únicamente prime el interés ajeno. Es la política tóxica que el pueblo aplaude y consiente. Un pueblo que ha abandonado la educación y la cultura, un pueblo digital y defensor del postureo. Un pueblo que no piensa ni razona.
Escribía Márai: "Vienen a verme curiosos que me miran como si fuera un perro políglota en un teatro de variedades. La vejez convertida en espectáculo. «Mirad -dicen-, todavía no babea; todavía sabe hablar, sabe contar hasta tres, ¡y a su edad! Es un milagro». Se asoman al pozo de la vejez. Todavía no saben que el viejo prefiere la soledad porque es lo único que no le aburre".
A los políticos tóxicos, al igual que a los periodistas tóxicos, los mandaba al vertedero de Nerva, ahora que no lo van a cerrar y preparan una ampliación para los residuos, para que así puedan estar activos al menos veinte años más, los embalaba bien, les ponía una etiqueta diferenciadora y para el vertedero. Allí, sin wifi, iban a descubrir que si hubieran potenciado la educación y la cultura otro gallo cantaría.
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