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NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Café para todos que paga España
Gafas de cerca
Ayer se estrenó aquí A Complete Unknown. “¿Qué se siente al estar sola, sin dirección para casa, como una completa desconocida, como una bala perdida?”: el título de la película se extracta del estribillo de la que se dice la mejor canción popular de la historia, Like a Rolling Stone. Así la proclamó la revista del mismo nombre, Rolling Stone; expresión que se traduce con rareza como piedra rodante, y que en español es más bien lo que se dice bala perdida, una persona con poco juicio que acaba en la total ruina; en este caso, una tal Miss Lonely, de cuyo esplendor y debacle va la letra. El poema lo escribió Bob Dylan en 1965, cuando tenía veinticuatro años. Siempre me ha resultado algo cruel. De esa forma velada y displicente, pero resentida, con que en algunas canciones Dylan habla de mujeres; de su amor y desamor.
En el estadio Chapín de Jerez, ya mayor, llegó hasta el escenario por el césped en una Seat Trans. Se bajó con un sombrero como de ancha ala, y con un grupo descomunal cantó y tocó... el teclado: no se colgó la guitarra. En gira ininterrumpida desde 1988, Dylan interpreta en cada concierto lo que estima conveniente, con inagotables nuevas canciones entreveradas, con cuentagotas, de versiones crípticas de éxitos señalados: su especialidad no son las concesiones a la galería, tampoco aquel día. Pero ya en un bis, sonaron los acordes de Like a Rolling Stone, que para muchos allí fue el primer tema reconocible. Al finalizarlo, parte del público gritó a coro “Torero, torero”. Miró a sus músicos a izquierda, derecha y atrás, y se dio el piro en la furgonetilla camino de un vomitorio del estadio, sin antes decir ni siquiera adiós.
Años más tarde en Sevilla, donde no paraban de advertir por la megafonía que quien fuera pillado grabando sería severamente perseguido. Poco después, y a pesar de las advertencias, me llegaron fragmentos precarios de aquel concierto. Uno, de Like a Rolling Stone. Creo que la furtiva fue la misma chica que ahora me invita a que yo, como padre, la invite al cine. O quizá fuera su hermana. No creo que yo deje de gruñir --en modo Clint— en la sala cuando vayamos a ver la película: es lo que ellas esperan, y lo soportarán con una paciencia nada dylaniana. Y es que los biopic pretenden un milagro: recrear la gloria y la devoción. El amor a dios, que así es como el periodista Carlos Mármol denomina a Bob Dylan; negándose, Carlos, a dar ninguna otra explicación. Siguiendo el ejemplo del perfecto desconocido nacido hace 83 años en Minnesota, donde quiera Dios que eso esté.
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