Confabulario
Manuel Gregorio González
R etrocediendo
Los ha habido siempre. Reales o ficticios, más o menos crueles, cargados o no de razones, los archienemigos han existido desde que el mundo es mundo. Rivales irreconciliables, antagonistas memorables que, con su cuitas, le han dado un poco de sal a todo esto. Lo empezaron Caín y Abel, hace ya tela, cuando lo del Edén y todo aquello, y desde entonces no han parado. Quevedo y Góngora, Sherlock y Moriarty, Luthor y Superman, Batman y el Jocker... Algunos hasta tenían sus razones, pero otras veces el odio era casi innato, visceral de puro que era. Bette Davis y Joan Crawford solo coincidieron en una película en toda su carrera, ¿Qué fue de Baby Jane?, pero la historia de su antipatía mutua es antológica.
El día que empezó el rodaje, la Crawford, que también era la mujer del presidente de Pepsi Cola, llegó con una máquina de refrescos para todo el equipo, que, como era de esperar, le montaron una buena fiesta al cacharrito. Davis, encorajiná, apareció al día siguiente con una máquina de cocacolas, dejando a las claras que aquella no iba a ser una guerra fácil para ninguna. Llegaron incluso a rozar el límite de la agresión física. En la escena en la que Baby Jane golpea brutalmente a su hermana Blanche, la Davis aprovechó para darle alguna que otra patadita de verdad, e incluso confesó que se lo había pasado “muy bien” cuanto tuvo que empujar a Crawford en la silla de ruedas durante otra de las escenas míticas de la película. La cosa continuó de aguijonazo en aguijonazo hasta el mismo día de los Óscar. Las malas lenguas aseguran que Joan Crawford trató por todos los medios de que Davis, que había sido nominada a mejor actriz por su papel en ¿Qué fue de Baby Jane?, se fuera de vacío aquella noche. Cuando pronunciaron el nombre de la ganadora, Anne Bancroft, fue la propia Crawford la que subió a recoger el premio en su nombre. Cuentan que cuando pasó al lado de Bette Davis le espetó un “Permiso, querida”, que todavía resuena en el teatro.
Un odio así, visceral, instintivo, es lo que siento por mi particular archienemigo, que no es ni un periodista de éxito ni un guapo cantante ni un escritor talentoso, sino la zona ORA. Es una antipatía antigua, que me acompaña desde hace tanto que, si les digo la verdad, la tenía casi olvidada hasta que, ayer mismo, resurgió de sus cenizas en cuanto leí que a mis queridos convecinos de Adoratrices les había tocado convertirse en sangre nueva con la que alimentar a esa sanguijuela impositiva, a ese vampiro de la tasa que, disfrazada de reglamento y de orden, no es más que una concienzuda, injusta y despiadada recaudadora de impuestos.
Y miren que al principio casi engaña, con esa cara que traía de buenas intenciones: que si los aparcamientos rotativos, que si el centro, que si el comercio… Todo mentira, claro, y si no me creen a mí, háganlo a los números, porque he echado mis cuentas, no se crean, y a lo tonto, a lo tonto llevo pagados en estos quince años de zona azul en Huelva más de 10.000 euros entre tickets, anulaciones, multas, recargos y demás parafernalia. Hagan ustedes sus cuentas, ya verán como entienden por qué me brilla con inusitada maldad el colmillo izquierdo cuando veo a alguna de esas maquinitas recaudadoras tragando saliva frente a un vecino airado que la mira y pasa a su lado con un “Permiso, querida”. Sin hacerle ni puñetero caso, que es lo que se merecen.
También te puede interesar
Confabulario
Manuel Gregorio González
R etrocediendo
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Un cura en la corte de Sánchez
En tránsito
Eduardo Jordá
Luces
El zurriago
Paco Muñoz
Lo mío con Bette Davis
Lo último