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Quizá sea la cultura rumana, entre las nacidas de los pueblos hermanos de la latinidad, la más desconocida para los españoles que por lo mismo agradecemos, al margen de sus admirables méritos propios, que el premio Princesa de Asturias de las Letras haya distinguido a una escritora maravillosa como Ana Blandiana, ejemplar también por su compromiso cívico. Cuando leemos que Otilia Valeria Coman, nombre con el que nació la autora de Timisoara, padeció el estigma de ser hija de un “enemigo del pueblo”, debemos recordar que en las desquiciadas tiranías del Este –y la de Ceausescu, aunque alejada de la estricta obediencia soviética, fue de las peores, una verdadera sucursal del infierno en la tierra– la culpa se compartía o heredaba y conllevaba la ruina de los parientes, conforme a un antiquísimo patrón que revivió en las naciones donde sus autoridades, mientras creaban estados policiales y perseguían cualquier asomo de disidencia, hablaban del paraíso del hombre nuevo. Ese padre, sacerdote ortodoxo, fue encarcelado por pertenecer a la Guardia de Hierro de Codreanu, con la que simpatizaron en su juventud notorios intelectuales rumanos, luego exiliados, como Mircea Eliade o Emil Cioran, de modo que su tragedia familiar remite a la atormentada historia de los países que sufrieron el doble yugo del fascismo y el comunismo, una cadena de horrores cuyo alcance no siempre es entendido a este lado de Occidente. El prestigio europeo de Ana Blandiana se remonta a los ochenta, cuando su valeroso enfrentamiento con el régimen la convirtió en una figura admirada tanto dentro como fuera de Rumanía, pero por encima de su integridad serán sus libros, excelentes, los que definan una contribución que la sitúa entre los grandes de una época maldita en aquellas repúblicas. También ensayista y narradora, Blandiana suele ser celebrada como poeta, pero cualquier lector interesado en su literatura debe acercarse a dos espléndidas colecciones de relatos, Las cuatro estaciones y Proyectos de pasado, publicadas en España por la editorial Periférica. Como ha señalado su traductora Viorica Patea, son relatos que se inscriben en el género fantástico, de Hoffmann a Kafka, pero asumen la relectura metafísica o surrealizante de Borges o Cortázar y conectan con la veta satírica de Bulgákov, maestro en el uso de la alegoría –y de los elementos grotescos o sobrenaturales– como instrumento de denuncia de la locura totalitaria. Más allá de su valor moral, son narraciones que enseñan que también el ámbito de la imaginación, no ajeno a la realidad sino inspirado por ella, tiene o puede adquirir un potencial subversivo.
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