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De un tiempo a esta parte –desde que las lúgubres fuerzas de la ultraderecha han salido del armario–, no hay puñalada, balacera o violación que no traiga de serie lenguas de doble filo, que aprovechan la conmoción para envenenar el agua de la opinión pública señalando a un colectivo o etnia. Lo hemos visto en el crimen de Mocejón. Muy nazi todo, la verdad, muy visto en los años oscuros del siglo pasado. La diferencia es que ahora la insidia prende como estopa, e incuba larvas en las grietas viscerales de no poca gente, que traga, sin oponer resistencia crítica, mentiras y falacias, y después las reverberan en la gran caverna de Platón, las redes sociales. La clave para encender la mecha la conoce cualquiera que sepa de acción política: el anonimato. No es nada nuevo, ni en sí malo o bueno. De la Barcelona de la dinamita de 1909 al Madrid de las capas y chambergos, cuando Esquilache, la máscara ha servido de armadura.
El anonimato, así en el activismo político como en el artístico, no es más que un elemento a merced de unos fines. “Anónimo” es el nombre con el que han firmado las mujeres, y el de Ulises ante Polifemo. Reconocemos la acción liberadora de las obras de Bansky, Anoniman, del terrorismo poético de Hakim Bey, de las estatuas parlantes de la Roma del XVI... El dilema surge –válgame Jung– cuando ese anonimato se convierte en espejo de la sombra, proyecta en los demás la propia mierda y aparecen quienes saben cómo azuzar todo ello a favor de su ideología. Bajo capa y chambergo somos capaces de dar rienda suelta a lo que, a cara vista, no nos permitimos: ira, frustración, envidia, que se vuelcan contra el otro, quienquiera que sea. La mayoría de comentarios bajo alias no existirían si el señor o la señora Nadie tuviera el valor de firmar con su auténtico nombre y apellido. De ello sacan partido los peores. Hay palabras que matan. Que inducen a perseguir, marcar, engañar, destrozar vidas humanas. En Radio Televisión Libre Milles Colines, en Ruanda, llamaron al exterminio de los tutsis. Los responsables, que estaban identificados, cumplen hoy cadena perpetua por genocidio. De algún modo la justicia necesita trazar el rastro de los anónimos que extorsionan, trafican con pornografía infantil, coartan la expresión que no sea la suya, alientan linchamientos… Por lo demás, más nos vale echar entendederas para distinguir la ponzoña del agua clara. He aquí el verdadero problema, que se ataja con libros, mundo, razón común, disidencia, consciencia, escuelas.
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