Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
Con la crisis de la vivienda ha ocurrido como con el estallido feminista o con la lucha contra el cambio climático: costó mucho tiempo crear un estado de conciencia colectiva, taladrar un espacio mediático y colarse en la agenda política. Pero llega un momento en que todas las piezas encajan, ese momento en que todo el mundo se pregunta cómo es posible que no se haya reaccionado antes frente a un asunto tan absolutamente vital. En realidad esa reacción llevaba tiempo dándose, aunque los medios no lo hayan contado: años de lucha, mucha energía y perseverancia por parte de los movimientos ciudadanos. La cosa siempre funciona así, de abajo arriba.
La novedad, ahora, es que la gente sale a la calle a reclamar un derecho básico que está en la Constitución, poder tener una casa. Ese derecho, tan vulnerado en los últimos tiempos, está, como casi todo, sujeto a un mercado que, he ahí el problema, también consagra la Constitución. Y en este dilema el gobierno no se pilla los dedos. Del intento de compaginar los intereses de inquilinos y rentistas salen, precisamente, los agujeros de la Ley de Vivienda, una ley Frankestein que se está quedando en nada. Por esos agujeros, o más bien boquetes, se cuelan barbaridades como el llamado alquiler de temporada, al margen de toda regulación, que supone ya el 30% de los pisos ofertados en toda España.
Lo que ahora se dirime en los medios y en la calle es la batalla del relato, a ver quién le echa la culpa a quién. Y se ventila sobre todo la disputa entre dos modelos contrapuestos, con la particularidad de que en cualquiera de ellos ha de intervenir el Estado: bien para proteger el negocio inmobiliario o bien para garantizar el derecho a tener un sitio donde vivir. Es absurdo querer salir indemne con buenas palabras o prometiendo millones para el alquiler de los jóvenes. No se sabe si es peor el enjuague o la torpeza. Y se entiende la frustración del movimiento por la vivienda, que pidiendo una operación de urgencia a corazón abierto va y se encuentra con una tirita que, para colmo, calentará los precios. Cuando la rabia se acumula solo queda el camino de la sublevación, eso es lo que señala la huelga de alquileres a la que llaman los sindicatos de inquilinos.
¿Tiene remedio esto? Claro que sí: hagan política desde las necesidades de las personas, no las del capital. Planteen reformas, sean valientes. Si las instituciones cierran puertas a la esperanza, la gente se va a la calle a recuperarla. Y no van a parar.
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