En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
La casita blanca de la vereda era, a la vez, la más sencilla y la más hermosa de todas. Probablemente por eso, a todos les llamaba la atención al pasar, y se quedaban absortos, admirándola, sabedores de que, de tan natural que era, resultaba especial. Única. Se quedaban allí quietos como pasmarotes y le hacían fotografías y escribían sobre su extraña y simpar belleza. Al cabo de un tiempo, empezaron a llegar a la vereda, solo por verla, viajeros venidos de los rincones más remotos, y, avispados como nadie, sus jóvenes propietarios dispusieron a su alrededor puestos de alhajas, recuerdos y regalos. Viendo que su sencilla y bonita casa estaba resultando, además de un orgullo, un lucrativo negocio, se animaron a pintarla de colores, y después construyeron torreones, y al año siguiente un almacén, y al otro una taberna, y más tarde excavaron un enorme foso que decoraron con frondosas hiedras y estrambóticas flores, y en primavera colocaron cuatro escaleras de caracol con peldaños enlosados de rica porcelana, y les pusieron rimbombantes pasamanos de celosía a los que los visitantes se agarraban mientras subían a elevados miradores que habían adornado con ricos enrejados de forja pintados de oro fino.
Pasados algunos años resultó que nadie encontraba la casa porque no la reconocían, así que tuvieron que poner grandes carteles con flechas amarillas: “Aquí”, señalaban, pero ni aún así se paraban a mirarla. Nadie viabaja para ver la sencilla y hermosa casita blanca de la vereda porque ya ni era blanca ni era sencilla ni tampoco era hermosa.
Recordé la historia de la casa (que no sé si ya existía o la ha inventado yo) hace unas semanas, en cuanto me llegaron las fotos de las excavadoras despedazando, con sus imperturbables colmillos de hierro oxidado, los humildes troncos sobre los que construí cabañas, mis viejos parapetos, y triturando los caminos secretos que disfruté de niño -seguramente con más fortuna que otros muchos- y que nunca nadie disfrutará más. El progreso, me dije, y entonces me acordé de la casa que había dejado de ser ella misma por obra y gracia del progreso, y traté de calcular cuánto tiempo bastaría, cuánto más habría que deformarlo, que retorcerlo, para que El Rompido dejara de ser definitivamente El Rompido. Cuánto resistiría hasta que la gente empezara a pasar a su lado sin reconocerlo, y qué justificaciones darían entonces los alcaldes, concejales, delegados y demás politicuchos de tres al cuarto que han permitido, incluso alentado, a saber con qué intenciones, el despropósito de meter, pasando por encima de todo (incluso del sentido común) mil y pico casas de lujo a las afueras de un pueblecito en el que a duras penas llega a todo el mundo el agua corriente. Qué harán cuando tengan que explicar por qué se llevaron por delante su esencia y, como con la casita blanca de la vereda, dejaron que El Rompido se convirtiera en una triste y grotesca caricatura de sí mismo.
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