A casita

Gafas de cerca

25 de agosto 2024 - 03:09

El maestro español del hiperrealismo Antonio López pintó una Gran Vía de Madrid desierta a las 07:30 de la mañana, para lo cual, así debemos creerlo, se pertrechó de ojos de águila, materiales y utensilios de pintura a esa precisa hora y con idéntico encuadre, un día tras otro, quién sabe cuántos. Amenábar tomó prestada la idea de la inquietante quietud de la arteria madrileña para una escena de Abre los ojos (1997). Bajemos la pelota al suelo ardiente del verano que va yéndose.

Encajada la bofetada de flama al abrir el portón, la avenida no era la avenida. En las jornadas de las otras tres estaciones, un hueco para aparcar allí es un regalo del cielo a las horas de los colegios, las facultades, las oficinas y los hospitales cercanos. El sábado no era tampoco corriente, pasado ya el ecuador de agosto, el mes que vacía y llena la marea de las costumbres. Un par de vehículos y los contenedores de basura, vidrio y envases sobre el asfalto eran todo, junto con los árboles que en los alcorques de las aceras flanquean la calzada. Verdes seres para los que no hubo opción de huir a la costa o al pueblo, porque su silenciosa existencia consiste en proveer sombra, nidos y algún frescor (y soportar aguas menores y mayores que algunos paseantes de perros deben de considerar abono, y no el veneno que son).

En la segunda quincena del mes más singular, los que no hicieron desplazamiento se van reencontrando en su sitio habitual con quienes, desaparecidos con fecha fija, van volviendo: aterrizar el último día de agosto en casa para incorporarse al trabajo al día siguiente es algo que, pudiendo uno evitarlo, es indeseable. Los dos –vacacionar y volver al trabajo– se deben considerar rasgos benditos del estadio de desarrollo social y laboral que disfrutamos. Toca ahora la versión de andar por casa del “eterno retorno” con el que ha tratado la filosofía, que viene a ser aceptar el reto vivir sin mayor miedo, amar a la vida sin albergar dudas sobre su fugacidad. Y agradecer la suerte de volver y volver; cuantos más años, mejor.

Hay un término que emergió por todos lados hace nada, y parece que ya aburre: todo es así de fugaz ahora. La “zona de confort” no era algo deseable de alcanzar, sino al contrario: el confort se refería a la falta de desafíos variopintos, al desprecio por marcarse planes y metas ineludibles. Ahora habrá que agarrarse a lo rutinario: trabajo y hogar. Ya hemos hecho los deberes de huir de la zona de confort. Y nos ha costado un congo, pero qué estimulantes fueron las aglomeraciones, los saraos y reuniones, las colas y los precios. ¡A casita!

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