Desde la Ría
José María Segovia
La última hoja
Estoy buscando un chaleco salvavidas, para cosérmelo a la piel el día que vuelva a sumergirme en las aguas profundas del Océano Atlántico. He tenido un accidente mientras surcaba las olas montada en un Nacra 5.0, un catamarán de vela ligera impulsado por el demonio en días de mucho viento y oleaje. Cada año salgo alguna vez con mi amigo José para vivir la experiencia de navegar sobre dos patines y estoy segura de que este paseo no se me olvidará nunca.
Me subí a la embarcación ya cansada: entre echarlo al agua e intentar ponerme el neopreno ya perdí quinientas calorías. No entiendo cómo ha encogido el traje, será que no lo lavé con agua dulce la última vez que lo utilicé. Tras colocarme el arnés y el chaleco salvavidas partimos mar adentro. Se me olvidaron los escarpines, los guantes y las gafas de sol, tenía que haberme ya imaginado que no iba a terminar bien la tarde.
Mi amigo José manejaba el timón y yo iba disfrutando de la brisa marina y de las bofetadas de agua salada que de vez en cuando recibía, inesperadas y contundentes tras las batidas con las olas. Se me metía el agua en los oídos y en los ojos, pero la belleza del mar al atardecer compensaba esas nimias molestias. Otro aspecto interesante de este deporte es que no sabes a dónde te tienes que agarrar, no hay asientos ni asideros que te transmitan seguridad: metes los pies bajo una cinta cosida en la malla central llamada trampolín y con la mano derecha te puedes agarrar a un cable: todo muy cómodo.
El arnés es para colgarte: pones los pies sobre el patín y te quedas con el cuerpo en el aire haciendo contrapeso para ir más rápido (trapecio). El año pasado lo logré pero esta vez se me resbalaron los pies, choqué contra José y no sé cómo aterricé en el trampolín, con el culo en pompa y una pierna por fuera, la cual intentaba subir pero el ataque de risa que me entró me dejó sin fuerzas para ello. El poco glamour que me quedaba lo perdí en esta operación fallida.
Hasta aquí todo fue divertido y previsible. Estaba el cielo despejado, navegábamos a 16 nudos (30 km/hora) con olas de metro y medio, a casi dos millas de la costa y manteníamos una conversación interesante sobre las maniobras de navegación e imprevistos que pueden suceder a bordo de estas embarcaciones. Cada año pregunto lo mismo: los nombres de cada cabo, cada cable, cómo se hace lo de virar, lo de trasluchar, largar y todo lo que me quiera contar. Cada año se me olvida igual: como cuando me cuentan un chiste o me enseñan a hacer un nudo.
A los diez minutos de contarme cuál era la peor manera de volcar lo hicimos; parece que José quería que hiciera las prácticas y que fuera protagonista de uno de esos imprevistos que me estaba contando, para que no se me olvidara tan fácilmente. Se nos cayó el catamarán encima, o salimos volando, o las dos cosas, no lo sé. Uno de los patines se clavó en el agua y aquí empezó la historia de verdad. Todo lo que te he contado es el preludio del porqué me voy a coser el chaleco salvavidas la próxima vez que meta un pie en el agua. El próximo jueves te sigo contando.
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