Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
Os contaba la semana pasada que tuve un accidente navegando en un catamarán con mi amigo José: volcamos a una velocidad de 30km/h con olas de metro y medio a casi dos millas de la costa. Fueron segundos de sorpresa seguidos de otros de pánico: deseé con todas mis fuerzas en pleno vuelo no golpearme la cabeza ni quedarme enganchada bajo el agua sin poder respirar. Logramos salir a flote tras el susto suspirando aliviados. Lo que no me podía imaginar es que venía una segunda parte: los cuarenta minutos más largos de mi vida.
José consiguió subirse a un patín para intentar adrizar la embarcación, pero yo no pude. Nadaba sin conseguir acercarme siquiera y pronto dejé de oír a mi compañero. No desistí en ningún momento, seguí nadando en su dirección todo el tiempo: entre las olas y el viento se convirtió en una misión imposible.
Al principio estaba tranquila, me dolía la mano derecha pero podía nadar. Sabía que José llevaba el móvil y una bocina, pero mi cabeza empezó a imaginar todos los escenarios posibles y ninguno esperanzador. Todo lo malo que podría ocurrir me pasó por la mente, mientras sentía la boca cada vez más seca por los nervios y por el agua salada. En ese preciso instante me acordé de la típica frase de diván de psicólogo: “Ni tu peor enemigo puede dañarte tanto como tus propios pensamientos”. Pues ahí estaba yo nadando entre las aguas del miedo y la desesperación: ¿y si se le ha caído el móvil al agua? ¿Y si se hace de noche y no consiguen encontrarme? ¿Y si viene un pulpo gigante y me abraza con sus tentáculos? Nadaba boca arriba, nadaba boca abajo y cada vez veía el catamarán más lejos y a José más pequeño intentando con ahínco adrizar la embarcación.
Pasó cerca un velero y vi por un instante un rayo de luz en el basto océano, aunque la luz duró poco: hizo oídos sordos y no acudió al rescate. Lo seguí con la mirada furiosa, sin dar crédito al delito que estaba cometiendo, porque José me aseguró después que lo avisó con la bocina y que estaba casi seguro de que lo había oído.
Pasaba el tiempo y nadie venía a por nosotros: me imaginaba a los de Protección Civil a cámara lenta metiendo la lancha en el agua, charlando animadamente, fumándose un cigar antes de encender el motor y volviendo a la playa a buscar el salvavidas porque se les había olvidado: no era normal que tardaran tanto. Me acordé de que el miedo es el que nos paraliza y conseguí hacer una evaluación de riesgos para no volverme loca: llevo un chaleco salvavidas que me hace flotar, no tengo frío y estoy consciente. Me puse a cantar intentando no pensar pero lo tuve que dejar porque se me secaba la boca todavía más.
Al final llegaron, me subieron a la zodiac como pudieron y tuvieron el valor de preguntarme si quería volver con José tras ayudarlo con el catamarán. Los miré seria y les dije que me llevaran a la orilla… ¿Acaso no habéis reconocido el miedo en mis ojos? ¿No habéis olido mi desesperación por tocar tierra? Hombres...
Me he comprado un chalecho salvavidas, lo llevo siempre puesto...
También te puede interesar
Lo último