Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
Gafas de cerca
Era una mujer de fe, y de profesión cotidiana de ella con la misa y el rezo. Nunca tuvo afanes de vicetiple al unirse a las oraciones, o a la Salve al darnos el sacerdote la paz de Dios al terminar, o sea, el “adiós” etimológicamente hablando. No bisbiseaba al rezar el rosario a solas sentada en la mesa de camilla poblada de libros, periódicos, jarra de agua, cenicero, rubio emboquillado y mechero. No sólo no era beata, sino que decía cosas sorprendentes sobre el tránsito a otra vida. Recuerdo que al cementerio lo llamaba, como otros dicen en Andalucía, “el barrio de los tranquilitos”, e “ir al pegar el cabezazo” al ritual final del funeral, cuando el difunto protagonista “no está allí ya”.
Hay costumbre de engalanar los camposantos cada año tal día como ayer, e ir a visitar el sitio adonde reposan y van desapareciendo los restos de quienes se habían ido de este mundo y nos eran queridos, para no dejar de serlo nunca, en la añoranza de haberlos perdido de vista –tacto, olfato, oído, gusto–, tras haberlos amado, disfrutado, comprendido y soportado como a pocos otros en la vida, la de cada uno.
Los cementerios son lugares serenos. En nuestra cultura, suelen ser amplios y organizados por senderos de albero y parterres con arbustos y flores. Están fuera del centro de la ciudad o el pueblo, muchas veces cerca de los antiguos hospitales generales. Son irresistibles para regalarse un descanso en el Camino –el de Santiago– los que están justo al salir de una aldea en la que viven cien veces menos habitantes que lápidas de mármol hay allí, cuyos titulares parecen ser todos parientes a tenor de sus apellidos. Son comunes cuatro o cinco en cada lugar; quizá sólo eran los más pudientes los tales Castro, Vázquez, Mondariz o Loureiro.
No es así en otros países, como Escocia o Inglaterra, en cuyos centros urbanos pueden verse, metidos entre casas de vecinos, a pocos metros de una panadería o un colegio, unos coquetos cementerios, puede que en abrupta pendiente. Con gente salpicada leyendo, con su espalda dando calor a Penny Stewart o a John Smith: a sus marmóreas efemérides. Suele accederse a ellos por una verja desprotegida, como las de la entrada a las casas individuales con sus diez metros cuadrados de césped. En Edimburgo, cerca del Parlamento Escocés, había uno de esos, y un par de veces entramos, atraídos porque vimos grupos de chavales alrededor de una guitarra, alguna pareja adolescente pelando la pava, y dos señoras paseando a su gordito labrador o su corgi. Todo ello nos parecía bárbaro. Y no a la manera de Conan. Todo lo contrario.
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