
Por montera
Mariló Montero
Unir los puntos
No seamos ingenuos: el crecimiento imparable de las universidades privadas no se debe a una oferta “más flexible y diversa” que atrae a más alumnos; ni a que de repente haya más ricos en busca de una educación de élite. El modelo funciona, sobre todo, porque las familias de clase media hacen esfuerzos, se endeudan o lo que haga falta para que sus hijos, que se han quedado fuera de la pública por nota insuficiente, puedan estudiar lo que desean o hacer ese máster para el que, oh sorpresa, tampoco hay plazas. En algunos casos, como en el de los profesores de secundaria o los psicólogos clínicos, estos estudios de posgrado son obligatorios para ejercer, y la privada copa desde hace tiempo la mayor parte de los matriculados.
En ese desajuste intencionado entre la demanda no atendida y la infrafinanciación de lo público (no por casualidad los centros privados proliferan en lugares perfectamente identificables) es donde el negocio engorda. Y es también donde la desigualdad se perpetúa, a golpe de talonario. Ocurre igual que con la FP, otra etapa educativa en la que se multiplica exponencialmente la oferta privada. Se trata de un sistema perverso, aunque legítimo dentro de una economía capitalista. Pero plantea debates ineludibles. De una parte, obviamente, sobre la calidad deficiente de algunos proyectos privados, que aun así son permitidos y aplaudidos por gobiernos autonómicos. Y de otra, y esto es crucial, sobre la función de la universidad, hasta ahora entendida como una institución de excelencia que prepara a sus alumnos para afrontar el futuro, que ejerce a menudo de ascensor social, pero que también puede convertirse en un mercado de títulos, únicamente accesible para los que tengan medios. Este es el modelo que hay que discutir, que en realidad es un modelo de país, no solo de instituciones educativas, y por ahí saltan las chispas entre gobierno y comunidades autónomas.
Para ese país que queremos, el Estado tendría que ser capaz de garantizar el derecho a la educación igualitaria, sin descartar a nadie, sin que las familias tengan que hacer enormes sacrificios. Es decir, hay que fortalecer la educación pública. Si la ley no garantiza una docencia digna habrá que cambiar la ley, por supuesto. Pero si la igualdad de oportunidades sigue dependiendo del bolsillo, no estamos hablando ya de desmontar un chiringuito, sino de demoler un macrohotel más grande que el Algarrobico. Y ya se sabe lo que ocurre con esas demoliciones.
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