El microscopio
Sin noticias del tren
Qué tiene que ver con nuestra vida real que ciertas redes sociales dejen de emplear eso que llaman “sistemas de verificación”? ¿De verdad es tan importante que un señor que lleva un reloj de un millón de dólares en la muñeca, diga que se arrepiente de haberse arrepentido antes? A los que no somos usuarios empedernidos de las redes sociales nos resbala, francamente, lo que sucede en el universo paralelo de los tecnorricachones, cuyas intrigas poco tienen que ver con los afanes cotidianos del resto de habitantes del planeta.
Pero intuyo que debo ampliar la mirada. Que aunque yo piense que a mí no me afecta, resulta que la agenda de Trump o las decisiones de los ultramillonarios no se quedan en el universo abstracto de los algoritmos, sino que saltan a la arena de la vida real. Y mientras los Musk y los Zuckerberg se hacen todavía más ricos, aumentarán los discursos de odio y se irá perdiendo el rastro de la verdad. Voy identificando signos a mi alrededor, y cito solo algunos: la vecina asustada por si le ocupan el piso, a la que no he podido tranquilizar mostrándole los intereses que se esconden tras una problemática engordada. O grupos de whatsapp donde se replican bulos sin ni siquiera abrir el contenido de los enlaces, porque cuando estamos enfadados no nos paramos a comprobar la veracidad de una noticia, simplemente la propagamos. Da igual que los hechos que se difunden sean inverosímiles o demostradamente falsos, es la indignación o el miedo de la gente la que los lleva en volandas.
Empiezo a entender la magnitud de lo que se nos viene encima. Ese señor del reloj quiere decirnos que las mentiras propagadas por las redes no necesitan ya que nadie las pare. No sirve el arma escueta de la verdad, lo de “dato mata relato” que dicen tanto los periodistas. Es como si los cibermagnates se hubieran sentado en el salón de mi casa y hubieran empezado a mangonearlo todo sin permiso. Las decisiones que se toman al otro lado del mundo tienen consecuencias a mi lado, entre mi gente. Y así, por ejemplo, negacionistas del cambio climático que viven a miles de kilómetros acaban provocando mucho dolor en la tierra que piso. Que no se me olvide pensar globalmente, vuelvo a recordar. Pero, sobre todo, que tenga presente la segunda parte del lema: la certeza de que actuando localmente es como se pueden provocar los cambios que esperamos. No seamos optimistas, pero estemos bien informados. Es la única salida.
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