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La peculiaridad que envolvía hace algo más un siglo, a una ciudad como Córdoba, dentro del ya de por sí complicado mosaico andaluz, no era fácil de comprender. De ahí que los poetas que pretendieron abordarla recurrieran, con frecuencia, a calificarla de sola, lejana, callada, como una forma indirecta de reconocer su desconcierto y dificultad para caracterizarla. Las otras imágenes –que funcionaban a la hora de encuadrar los rasgos de otras ciudades andaluzas– se resistían a imponerse en el caso cordobés. Tal como si esta ciudad se replegara orgullosamente sobre sí misma, sin permitir que los literatos desvelasen sus claves y secretos. Sin embargo, para compensar la dificultad de descubrirla por medios literarios –como habían conseguido, por poner solo dos ejemplos, Ganivet con Granada, o Chaves Nogales con Sevilla– surgió, por esos mismos años, otro tipo de acercamiento: la obra de un pintor. Que logró convertir una serie de cuadros en el mejor medio para adentrarse en ciudad tan ensimismada. Unas pinturas, pues, las de Julio Romero de Torres, lograron lo que no habían conseguido los libros. Y desde entonces, una silenciosa complicidad vincula a la ciudad con su pintor. Mutuamente se han explicado y comprendido desde entonces. No hay mejores apoyos que esos cuadros para comprender Córdoba, y conocer esta ciudad es necesario para explicarse pinturas que tantos matices oscuros encierran. Pero mantener todo este tiempo esta complicidad no ha sido fácil. Al pintor, desde fuera, se lo quisieron apropiar colocándolo, como simple mercancía, en el haz y el envés de los billetes de cien pesetas, ilustrando almanaques, cromos y estampitas. La dificultad de entender el duende de sus plazas deshabitadas, sus mujeres enigmáticas y sus símbolos cargados de resonancias culturales, redujo su estimación exterior, sufriendo los mismos prejuicios padecidos por la banalizada imagen de una cierta Andalucía. Mas, en la ciudad, aquella antigua y necesaria complicidad permanece. Resulta sorprendente cuánto Córdoba y Julio Romero de Torres todavía vigilan mutuamente su fidelidad. Son tal para cual. Quizás esa sea la causa del milagro que obliga a Córdoba a mantener sin fisuras su carácter: el pintor, aunque, en este 2024, ha cumplido siglo medio desde su nacimiento, vela para que ella se mantenga fiel a la imagen que él le consagró en sus cuadros. Ojalá, un día, su entrañable museo reciba las reverencias que merece como el indiscutible testigo que recrea el sentido y el carácter de la ciudad.
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