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Sabemos que era de extrema derecha –como otro símbolo de la época, Brigitte Bardot– y que tenía una vida personal más que lamentable. Y tenía también un rostro perfecto hasta lo imposible. El Tom Ripley de Alain Delon le toma la medida al personaje de Patricia Highsmith porque el mal, en su condición de absoluto, anda sobre la Tierra con máscara de ángel. La cuestión de separar obra y autor ha vuelto a tomar aliento ante la muerte del actor francés, mostrándonos incapaces de asumir que un referente de la historia del cine fuera a la vez un maltratador; o que el amigo del patriarca Le Pen pudiera protagonizar una cinta tan aleccionadora contra las muchas banalidades del mal como El otro señor Klein.
Nuestro código binario colapsa, como colapsa al saber que Víctor Hugo era un asiduo a los prostíbulos tan afamado que el colectivo decretó drama y luto nacional ante su muerte. Hablamos de un hombre capaz de dibujar un personaje como Fantine, la belleza caída en desgracia que termina vendiendo su pelo, sus dientes, su cuerpo, para poder mantener a su hija. Es difícil tener cuajo para defender la prostitución como una opción a considerar o una acción empoderante tras leer o ver Los miserables. Y ahí estaba el honorable de las letras francesas, encabezando el listado de los mejores clientes en los lupanares de París.
Nos sobran los ejemplos. Tenemos el caso de Polanski, prófugo desde hace años de la justicia estadounidense por abusar de una niña de 13 años –un horror que debe haber sido de todo menos infrecuente en el Hollywood de los años 70–. Trece años tenía también Leonor, la –cuesta escribirlo– mujer de Antonio Machado: un dato que tragamos sin masticar porque parecía un buen hombre, aunque en Soria hablaban de la boda entre “la chica y el viejo”.
Los ejemplos, en fin, abundan, mientras nos movemos entre la condenación y la condonación. Y es cierto que hay ocasiones en las que resulta difícil ser aséptico: en mi propio pozo, están Neruda –un cursi perverso (redundancia) que abandonó a su hija enferma, muerta a los ocho años– y Alice Munro –que sabía de los abusos que una de sus hijas sufría por parte de su segundo marido, y se negó a ayudarla–. Pienso que las líneas rojas ha de trazarlas cada cual según su pálpito, pero no pueden ser un rodillo y, desde luego, no han de venir impuestas. Frente a la noción de escindir nombre y creación, pienso que está bien unirlos: no hay que esconder, hay que saber. Es un modo efectivo de descubrir que hay grises tenebrosos, en efecto. Y que no hay santos.
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