El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Reconozco que esto de las vacaciones es un gran invento. Uno consigue despejarse un poco, descansa y rebaja los niveles de estrés, cortisol y esas cosas y prepara el cuerpo para la temporada siguiente. Es sin duda una de las grandes obras del ser humano, pero, como todas, también tiene sus defectillos, por ejemplo que tanta paz mental al final le obliga a uno a entretenerse en cuestiones vanas, temas que en cualquier otro momento nunca tendrían mayor trascendencia pero que para un cerebro aburrido termina siendo pura adrenalina. Lo del diablo y las moscas con el rabo, ya saben. Tengo una amiga a la que le pasan estas cosas y, cuando le da por algo, le da de verdad. Va a muerte, vaya. Hasta el final. Lo investiga todo tanto que termina convirtiéndose en una experta del asunto en cuestión: que si los tsunamis, que si las ballenas… Puedes preguntarle casi cualquier cosa sobre el tema en el que esté metida en ese momento, que te responderá con acierto seguro. Ni el oráculo.
A mí me ha dado por el colesterol. Tampoco es que haya llegado a los extremos de mi amiga, pero, oye, podría resolverles algunos problemas a muchos de ustedes. Puedo explicarles, casi sin mirar, qué son el LDL, el HDL y los triglicéridos, por qué las grasas saturadas son tan malas e incluso podría sacarles una dietecita que ni la nutricionista de JLo. A ver: tampoco se crean que he estado tan aburrido como para dedicar mi precioso tiempo al colesterol por gusto: digamos que me he visto obligado por las circunstancias, aunque tampoco lo he llevado tan mal, o al menos no hasta que llegaron las Colombinas, y eso que empezaron bien: lo de caminar desde el parking (el parking de los que no somos seres de luz, quiero decir) hasta el recinto ha sido una actividad bastante saludable, y como soy de los de ir tempranito para no pillar mucha cola en los cacharritos apenas noté las obstrucciones que se produjeron en las tres únicas arterias por las que podía circular (es un decir) la gente. Además, mi corazón, que ya venía preparado, sufrió lo justo con lo de los precios. El problema fue la comida.
Dice Pilar Miranda que estas han sido las mejores Colombinas de la historia. No seré yo quien se lo niegue, que ya está uno acostumbrado a que cada año, desde el 95, las Colombinas sean las mejores de la historia hasta las siguientes, y supongo que seguirá siendo así hasta que implosionemos de lo buenos que somos. Tampoco le negaré a la alcaldesa que hayan sido un éxito, ojo, pero a lo mejor, o precisamente por eso, va siendo hora de plantearse otros retos, empezando por un nuevo recinto ferial -les recuerdo que este era provisional- y terminando por detalles que, como lo de la comida, pueden parecer insignificantes pero no lo son en absoluto porque dan buena cuenta de lo que somos y de lo que queremos ser. Las Colombinas han brillado por sí mismas, sí, pero también por la grasa de sus platos infames, porque no me dirán que los lomitos en pan del chino, las hamburguesas y pinchitos recalentados y los chocos bañados en aceite no son, además de malísimos para el colesterol, absolutamente indignos de nuestra cocina y muy alejados de lo que debería ofrecer la marca Huelva en unas fiestas con las pretensiones de las Colombinas. A lo mejor va llegando el momento de hacer las cosas bien para no ser más de lo mismo. Para no seguir con lo de las potencialidades, con lo de la ambición escueta, lo de conformarnos con migajas. Lo de “aquí no hace falta un aeropuerto”. Esas cosas. Lo de siempre.
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