Envío
Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
Cada vez hay más personas, yo entre ellas, que prefieren irse de vacaciones fuera de la temporada alta, huyendo de las aglomeraciones del modelo turístico que padecemos. Hoy escribo desde un pueblito perdido de Asturias, lejos de esos espacios masificados que corren grave riesgo de deterioro ambiental y pérdida de identidad. Y soy consciente de mi privilegio: sé que mucha gente no puede elegir la fecha de sus escapadas, ni permitirse un alojamiento respetuoso con el entorno o un transporte “sostenible”. Por eso este artículo no es una crítica a quienes se suben a un avión, se alojan en Airbnb o plantan la toalla en pleno mogollón playero, es más bien una autocrítica, porque yo también me reconozco parte del problema.
Esa es la gran contradicción: somos víctimas de los efectos de la turistificación (alquileres insostenibles, degradación medioambiental, penosas condiciones laborales y una larga lista que aquí no cabe), y a la vez contribuimos a aumentarlos. Todos queremos movernos, más aún después de la pandemia. Nadie renuncia a viajar, a experimentar, a descansar. ¿Tengo derecho a conocer Venecia? Claro que sí. Y a tirar mi monedita en la Fontana di Trevi, y a hacerme la foto delante de las pirámides. Todos lo hacen, ¿por qué yo no?
Por responder con brevedad: porque hay derechos que es mejor no usar. Porque los malos turistas no son siempre “los otros”. Porque pagamos un precio demasiado alto por satisfacer necesidades creadas. Nos han convencido de que unas vacaciones sin viajar equivalen a una resignación insoportable, de que para salir de la rutina es necesario trasladarse a muchos kilómetros de distancia. Se ha distorsionado nuestra relación con el aquí y el ahora, con lo cotidiano. Y, sometidos a presión constante, salimos corriendo cada vez que se abre la grieta de unos días libres. El sistema lo sabe, y se aprovecha: la necesidad legítima de descanso ha sido raptada por la lógica del consumo. Aquí también nos han colonizado. Siempre es así.
No podemos seguir viajando con la despreocupación de antes. No se trata de no moverse, sino de tomar conciencia y aplicar el sentido común: renunciar a ciertos destinos, espaciar las escapadas, preferir el descanso al bullicio… Seguramente se desconecta más en un pueblo cercano que en Tailandia. Y sabiendo que, por supuesto, los cambios necesarios tienen que regularse desde las instituciones, hay una parte de reflexión que depende de mí.
De momento, voy a seguir haciéndome preguntas.
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