Confabulario
Manuel Gregorio González
Valéry , 1918
Paisaje urbano
La proclamación de la película-documental Tardes de Soledad centrada en la figura del torero peruano Andrés Roca Rey, del director gerundense Albert Serra, como ganadora de la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián, ha causado a partes iguales sorpresa y alegría en el planeta taurino, tan acostumbrado a sobrellevar su afición casi en silencio ante la mirada displicente de los nuevos censores de la modernidad. Sólo ver la cara de Urtasum mientras entregan el inesperado premio a una película que gira sobre el toro, la vida y la muerte, compensa tanto desprecio.
Se equivocarán, no obstante, los aficionados que vayan a verla si lo que esperan encontrar allí es una defensa ortodoxa de la Fiesta, con toros recortando sus hermosas siluetas en el verde de las dehesas, verónicas de ensueño de las que soñaba Bergamín o salidas a hombros entre un enorme gentío enfervorizado. El cineasta catalán ha obviado todo esto, y como su protagonista, ha entrado en corto y por derecho hasta la misma médula de la fiesta más antropológica, ritual y trágica. Hay mucho rojo sangre de toro en los magníficos planos y secuencias que se suceden casi sin solución de continuidad, entre los que se cuelan a modo de respiro escenas bien escogidas de la intimidad del coche de cuadrillas o la habitación de hotel. Hasta el traje de torear que más sale es, no por casualidad, el grana y azabache que el torero llevaba la tarde de Santander en la que a punto estuvo de dejarse la vida.
En su pequeño discurso antes de la proyección, el director nos dio algunas pistas sobre el embrujo que después de todo sigue manteniendo la Fiesta (financian el producto muchas televisiones y organismos, españoles y extranjeros, incluso catalanes) y la palabra que más se repite entre las pocas que se recogen en la cinta, apenas las del torero y su cuadrilla: Verdad. Porque es la verdad del toreo, la de la lucha ancestral, en los linderos de lo sacrificial, entre el hombre y la fiera, lo que ya desde el primer espléndido plano se nos ofrece. ¿Podría dársele la vuelta, como de hecho algún aprovechado ya ha intentado, y atisbar en los últimos alientos de la vida del toro, tan crudamente filmados, una pulsión antitaurina? No lo creo. Como tampoco creo que sea una película estrictamente taurina, en el sentido moderno del término, quizás porque lo taurino, en su concepto más profundo, hace tiempo que dejó de ser un espectáculo apto para todos los públicos.
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