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La ciudad y los días
Carlos Colón
¿Un Múnich para Ucrania?
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Para Albert Camus, ya saben, la tarea de su generación no era rehacer el mundo sino “impedir que el mundo se deshaga”. La frase, radicalmente antirrevolucionaria en su contexto, es la confesión conservadora de un hombre rebelde. Cierto descuido filosófico del conservadurismo y la imposición del eje izquierda-derecha como patrón dialéctico de la política, nos ha impedido ver hasta qué punto el orden de la segunda postguerra ha sido un orden conservador frente a la revolución. En él han coexistido conservadores de izquierdas y de derechas, ambos con un grado suficiente de desconfianza ante la exageración utópica de la razón. También, con el apego necesario hacia la tradición y al prejuicio. A propósito de los conservadores, leía hace días al admirado Enrique García-Máiquez, algo cabreado por el crítico editorial de FAES a la convención conservadora de Washington, que tuvo de “conservadora”, según el brillante dardo aznarista, “lo que el Palmar de Troya tuvo de católico”. Nuestra extrañeza hacia el conservadurismo norteamericano la explicado bien John Grey. En una nación surgida contra la Corona, la nobleza y la Iglesia de Estado, el conservadurismo carece del nervio ético y estético propio de la tradición europea. Lo conservador sería allí una variación indígena del liberalismo: poco gobierno, individualismo y progreso económico. No obstante, sí hay una tradición conservadora desde la América temprana, fundada en la comunidad cristiana y en una idea cívica de la virtud personal. El significante MAGA, el mundo de Trump y Musk, repugna también a esta estirpe no sólo porque, como dice Chesterton, lo conservador siempre “se niega a someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de aquellos que sólo andan por ahí”, sino por todo lo que éstos tienen, no de revolucionarios ni de reaccionarios, sino de disruptivos. Un vídeo compartido por Trump recrea una Gaza resort y macarra, donde él y Musk toman sol y reparten dólares, bajo una inmensa estatua de oro del primero, becerro bíblico, presidiendo esa tierra. Tal vez sea éste el episodio más nauseabundo, y ejemplar, de una estrategia performativa que busca reescribir un futuro (a)moral donde no sólo no importe mearte sobre los muertos, o tildar, como en Ucrania, de invasores a los invadidos, sino tampoco reírte, en la cara de los judíos, de ese Dios del Antiguo Testamento que, ante el becerro dorado, advierte a los hijos de Israel: “no os hagáis dioses de oro para ponerlos junto a mí”. Y en este tiempo disruptivo, el monarca de la más arcaica institución, Obispo de Roma, dedica a diario su poco aliento para telefonear al párroco de Gaza. Un radical conservador.
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