El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
El mojón me miraba con recelo. Estoy convencido de que sabía qué había venido yo a hacer allí, con mi palita de plástico en una mano y la bolsa para bocadillos en la otra. No les quitaba ojo, el pobre. Las seguía con la mirada: arriba y abajo, a izquierda y derecha, y aunque procuraba disimularlo, no podía evitar la carita de susto cada vez que las movía. Supongo que cuando eres un mojón y estás en mitad de la calle sabes que tienes los días contados. Que tarde o temprano alguien vendrá a echarte de allí. Que te atrapará con un trozo de papel, un cartón o una pala de plástico como la mía y te lanzará a una bolsa o a la papelera, y que, una vez ahí dentro, poco futuro te espera. También es verdad que aquel mojón en concreto podía presumir de haber vivido mucho más que sus congéneres, o al menos mucho más de lo que lo hacen habitualmente. Más que de mojón, sus hechuras eran a esas alturas las de un palo seco, pero aún así me miraba con esa curiosa mezcla de miedo y desdén que solo da la certeza de saber que te quedan como mucho unos cuantos minutos. Por eso, supongo, trataba de desahogarse contándomelo todo apresuradamente:
-Pues no se crea usted que soy el único -me decía-. Ayer mismo, ahí al lado, se dejaron a otro como yo. Bueno, como yo, como yo, tampoco, que este que le digo era mucho más grande. Era lo que ustedes llaman una plasta. El señor que paseaba al perro en cuestión la había visto salir y todo, pero hizo como si nada, así que, al rato, murió aplastada. Eso pasa mucho. A mí, como me pusieron aquí en lo alto del poyete (que no me dirá usted que no hay que tener arte), nadie me ha pisado todavía, así que podría decirse que he tenido suerte, porque he tenido tiempo hasta de secarme, que entenderá usted que para un mojón como yo esa es una forma de morir mucho más digna que acabar aplastado bajo unas Adidas del 45 o, peor aún, ensartado en un tacón de aguja como la aceituna de un Martini.
Al parecer, me contaba el mojón, en los mentideros mojoniles era vox populi que la ciudad estaba considerada como una especie de paraíso del mojón, porque aquí podían pulular por todas partes sin miedo ni reparo. Se podían contar con los dedos de una mano, si tuvieran, la de veces que los acababan recogiendo, que al fin y al cabo era el triste destino para el que habían nacido, si a lo suyo se le podía llamar exactamente nacer. Desde su privilegiada atalaya en lo alto del poyete, me explicó, había visto de todo, desde mojoncillos que, como él, vivían felices abandonados a la intemperie hasta decenas de pañuelos de papel, paquetes de papadeltas, bastoncillos de los oídos, colillas, plastiquitos de chupachús, palos de piruletas, chicles y latas vacías de Monster que a diario correteaban por las calles con total libertad, “como potras salvajes”, canturreaba el mojón, divertido, mientras lo hacía rodar hasta la bolsita con mi pala de plástico.
-Que ustedes -decía, irónico- andan siempre que si sus gambas, que su Decano, los chocos fritos, la ciudad más antigua y todo eso, pero no les he oído yo presumir de cómo han conseguido ser unos tipos tan tremendamente cerdos.
Y así, con esas palabras y a carcajada limpia, se despidió de mí antes de arrojarlo al fondo de una papelera vacía.
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