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El Partido Popular Europeo ha perfeccionado su swing. Antes se balanceaba en el Parlamento entre socialdemócratas y liberales, pero ahora tiene a ambos con los verdes en un lado y a la extrema derecha en el otro, para hacer pactos de geometría variable. Nuevos tiempos. En España se presumía que en Europa había cordones sanitarios contra los ultraderechistas. Presumir es verbo de doble uso. Sirve para pavonearse, pero su primera acepción en el diccionario de la RAE es suponer algo por los indicios que se tienen. Los indicios eran engañosos. En todas partes, partidos xenófobos, populistas y ultranacionalistas han encabezado gobiernos, participado con ministerios importantes o aportado escaños para mayorías Frankenstein como la de Sánchez.
Ha pasado en las últimas décadas en países nórdicos, de Visegrado, en el Benelux, en Austria, Italia e incluso en alguna ocasión en Francia. El presidente Mitterrand cambió en 1986 la ley electoral para evitar que gaullistas y liberales ganaran las legislativas. No lo consiguió, pero Le Pen metió 35 diputados en la Asamblea Nacional. En todas partes cuecen habas. Cuando aquí se señalaba con el dedo a los Moreno Bonilla, Díaz Ayuso y compañía por llegar al poder con los votos de la extrema derecha, ya lo habían hecho antes primeros ministros de Holanda, Finlandia, Noruega, Austria, Italia… Incluso en Hungría y Polonia encabezaban gobiernos.
El PPE ha pactado con los grupos de extrema derecha del europarlamento la agenda de audiciones a los candidatos a comisarios en el gabinete Von der Leyen. No está clara la confirmación de la vicepresidenta Ribera, que será la penúltima en pasar el examen, el 12 de noviembre, sin margen para intercambiar compromisos. Los diputados españoles de PP y Vox ya votaron contra Teresa Ribera en la Comisión de Asuntos Legales. Además de batallas ideológicas y estrategias de desgaste, en Bruselas se cuece otro debate de calado. Se ha empezado a discutir cómo será el presupuesto de la UE para 2028-2034: 1,2 billones de euros, a razón de 170.000 millones anuales.
Hay una corriente que quiere acabar con los marcos regionales y condicionar los fondos de desarrollo o agrarios a reformas políticas con objetivos estatales. Esta teoría incluye centralizar los pagos a los países y nacionalizar en parte las ayudas de la PAC. Hay tela que cortar. Los defensores de un plan único para cada miembro piensan que mejorará el sistema con menos burocracia y facilitará el crecimiento. El presidente de la Junta ha estado esta semana en el escenario de estas intrigas palaciegas. En Bruselas, en el Comité de Regiones ha hablado de las necesidades de Andalucía en vivienda pública e infraestructuras hídricas o eléctricas. Y ha defendido la eficacia de los gobiernos autonómicos. Un gesto contra la tendencia a la centralización de esta Europa más nacionalista que dibuja el nuevo Parlamento, que se balancea a la derecha, sin cordones sanitarios.
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