La ciudad y los días
Carlos Colón
Nunca estuvieron todos
Había una vez una familia que se fue a pasar el día a la playa a un lugar que llamaban el Caño de la Culata. Allí se asentaron, más bien cerca de la orilla pero guardando los metros suficientes para que no les afectara el cambio de marea. Llevaban sombrilla, sillas, una nevera azul, toallas, un par de bolsas y los juguetes para la diversión playera de los dos hijos. La mañana pasó entre chapuzones, castillos de arena y ratos al sol. Cuando apretó el hambre se dispusieron a montar un picnic costero: tortilla de patatas envuelta en albal, cortada a cuadritos; tupper de filetes de pollo empanado; un bote de aceitunas en el que el menor de los hermanos hundía sus dedos hasta humedecer en salmuera la segunda falange de cada uno de ellos; un paquete de patatas onduladas abierto a la mitad inexacta; un bote de plástico con roscos y regañás para que cada cual cogiera lo que prefiriera; una bolsita de camarones comprada a una vendedora ambulante; un paquete de kleenex que haría las veces de servilletero; y de la nevera se iban sacando cervezas, zumos y refrescos que a esas horas ya flotaban en los restos disueltos de las bolsas de hielo. Cuando ya llevaban un rato almorzando, la madre le dijo al hijo mayor, que tendría unos ocho años, que le diera el último filete empanado a su hermano pequeño, de unos cinco años. El mayor, efectivamente, cogió el filete pero se lo engulló de dos bocados en lugar de pasarlo al menor, quien claramente había comido menos. El pequeño comenzó a gritar: ¡Eres un monstruo! El mayor dijo que no lo era. La madre juzgó a favor, con el berrinche del mayor. El jubilado de la sombrilla naranja que se sentaba a su lado le dio la razón. La profesora de secundaria de la toalla del otro lado, quien al aparcar vio que su rueda delantera izquierda pisaba la línea de la zona de aparcamiento de minusválidos y decidió sacar su coche y estacionarlo correctamente en otro lugar algo más alejado, también asintió con la cabeza. La opinión era unánime hasta que la otra madre (aquí hay varias versiones del cuento donde aparece un padre, o cambian el orden, o directamente hay dos padres) zanjó la discusión diciendo que no, que no era un monstruo. Y siguieron con su día de playa.
Ustedes, como lectores, podrán valorar que quizás era verdad, no era un monstruo, no era el concepto preciso, pero no por ello estaba bien lo que hizo el grande con el pequeño. Y así con sobres, condonaciones y eres, erres, equis, i griegas y zetas.
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