El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Nos hemos criado en la presión de la culpa, nuestra tradición y educación han socavado muchas veces nuestra valía con aquellos mensajes aterradores del fuego eterno del infierno por no saber o por hacer no sé qué cosas, de las que ya no me acuerdo, en la adolescencia. La culpa siempre ha sido un exitoso cancerbero del control social, dado que no hace falta poner policías en las puertas, atribuyéndonos a cada uno ser el juez más duro de nosotros mismos.
En estos tiempos relativistas pareciera que se están volviendo las tornas y que toda esa bilis tragada durante años la quisiéramos echar sobre aquellos que no merecen nuestra consideración. Ahora se cultiva la indulgencia plena hacia nuestros actos, pero se es cada vez más severo con los de los demás. Hoy justificamos nuestros propios hechos porque se nos ha dicho que tenemos derecho a todo y que nadie tiene porqué impedirlo. Podemos ser durísimos tocando el claxon ante el coche de delante aparcado en doble fila, pero, cuando somos nosotros los que estorbamos, nos llenamos de excusas y razones: que si es un momento, que si me hace falta…Ya resulta muy difícil escuchar arrepentimientos públicos del tipo: “la he liado parda”, de aquella pobre chica que mezcló por error los productos químicos en la piscina que cuidaba.
El asumir tanta culpa hundió la autoestima de mucha gente de otros tiempos, mientras hoy predomina la chulería de, si se llega a reconocer algo mal hecho, creerse con la impunidad de que no pasará nada, que no habrá consecuencias y que siempre “los míos” me jalearán y justificarán. Ni una cosa ni la otra.
Siempre me ha gustado la aceptación de que el errar es de humanos, que hay que desconfiar de los “perfectos”, porque suelen esconder debajo de sus alfombras grandes imperfecciones. Más nos valdría tratarnos con indulgencia, esforzándonos por superar lo peor de nosotros mismos, o simplemente reconocerlo, para, de esa manera, poder aceptar y relacionarnos en igualdad con los demás. Sólo apoyándonos en nuestras imperfecciones podemos acoger y dejarnos descansar. Nadie es capaz de hacerlo todo bien, ni de tener las ideas más valiosas. Si las cosas no van bien, en lugar de acusar y buscar culpables, más nos valdría dejar de señalar con el dedo y abrir la mano. Nos juzguemos tanto las causas, busquemos las respuestas entre todos, ya que todos podemos llegar a tener parte de la culpa, pero también de la solución. No busquemos culpables, sino colaboradores.
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