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Es la primera vez que lloro la muerte de un director”, me escribía el crítico Álvaro Arroba, alma universal de la cinefilia española, nada más saber que David Lynch había doblado la servilleta. Vivíamos muy cerca, Arroba y yo, y no sumábamos juntos ni medio hombre, cuando una noche de 1990, en la estrenada Telecinco, Lynch nos presentó al demonio. Respondía al nombre de Bob y habitaba en los bosques de Twin Peaks, un pequeño pueblo en el noroeste de Washington. Vimos aquel día al mismísimo Satanás aparecer en el televisor, con una melena gris y como escondido al fondo del plano. Él nos miró y luego se aproximó a la cámara, saltando un sofá, hasta introducirse, terrorífico, en nuestra casa. No recuerdo miedo más profundo. Que el demonio existe y es importante lo habíamos aprendido en el colegio, pero ahí estaba con su rostro revelado. En todo caso, Lynch no sería para nosotros, lo supimos después, el cineasta del mal sino el del bien. Me decía Arroba, esclarecido, que cuando Spielberg decidió que Lynch interpretara a John Ford en su confesional The Fabelmans, alumbró una certeza como historiador del cine: la de que a Lynch no lo define su obsesión con el subconsciente, sino la pertenencia a esa estirpe de cineastas de la tierra y los valores de la que forman parte King Vidor, Paul Newman o, claro, el propio Ford. Es decir, que Lynch no fue un moderno (no, Boyero) sino un clásico, empeñado en contrastar la posibilidad conservadora de vivir en una profunda armonía moral, frente a los números más obscuros y enigmáticos de la existencia. Los del diablo.
Cuando éramos aún niños temíamos a Bob y a la habitación roja. El día que Lynch cumplió su promesa y nos devolvió a Twin Peaks veinticinco años después, lo que nos aterrorizaba por encima de todo, como al Major Briggs, era la posibilidad de que el amor no fuera suficiente. Ha llorado por Lynch Álvaro Arroba, el que voló a Rabat por una mora y de Rabat a Tokio, por una japonesa, y, tras engañar al matrimonio Ishida para comer en el Mibu semen de pez globo, se fugó a Buenos Aires por su porteña. Todo esto, que era secreto pero es verdad, no es nada comparado al día en que su gato saltó al lecho conyugal, allí en la Argentina, con la alianza que un amigo había perdido en Sevilla sostenida entre los dientes, para unirle al fin en Santo Matrimonio. Conoce bien el célebre Arroba, en suma, que la vida es lynchiana, las piezas son raras y a menudo no encajan, pero nada deroga la regla moral que, frente a todo desconcierto, nos ha legado el maestro: between fear and love, choose love.
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