
La colmena
Magdalena Trillo
¿Adiós a l verde?
Cambio de sentido
Suena a paradoja que defienda, opinando, el derecho a no opinar, aunque esta primera impresión es un trampantojo: la libertad de callar cuando quiero robustece la voz cuando la ejerzo. En principio no hay quien nos obligue a declarar lo que pensamos, como sí pasa en las pelis de la Stasi; ni aún pueden leernos el pensamiento (aunque Neuralink, empresa de Elon Musk, ya haya implantado su primer dispositivo denominado Telepathy). No obstante, se ha instalado entre nosotros cierta inercia que conmina a tomar postura inmediata sobre todo y a todas horas, que transforma las corrientes de opinión en tormentas del desierto, en medio de las que es absurdo sembrar y contraproducente poner un granito de arena. Prevenida por el viejo McLuhan –por aquello de que el medio es el mensaje–, no entro al trapo en las redes. Las palabras que ahí cobran dimensión de escándalo pasan por expresables en un artículo o tertulia, y no digamos ya en un libro. Si a la peña que se rasga las vestiduras por las redes sociales les diera por leer libros, se morirían de un pasmo. ¡En esos artilugios de papel se dice de todo!
La fórmula de aniquilación del pensamiento crítico es perfecta: cualquier cosa que se suelte en la red puede ser objeto no de respuesta sino de reacción, lo que abona el terreno para la más estéril y simplista polarización. Esto es un filón para quienes, sin tener nada que aportar, aspiran a ser vistos. Un eructo es más llamativo que una idea, ergo, en la sociedad del espectáculo, un flatito bastará para reverberar en plan fractal hasta la náusea. En el otro lado nos encontramos quienes el ruido o, mejor dicho, la instrumentalización del mismo desde las lógicas del poder, nos agotan no hasta el extremo de salirnos del juego, pero sí de escoger bien los campos de batalla y hasta las mismísimas batallas. Admiro a quienes –quedan unos cuantos– deciden dar guerra dialéctica en las redes desde la consciencia y la entereza. En otros, igualmente de mi estima, observo cómo –sin ni opinar siquiera, por el hecho de ser, pongo por caso, un autor de éxito– les cae la del pulpo-calamar. Hay tristes pavos que han entendido que ahí tienen sitio para desplegar unas alas tan erguidas como colgón tienen el moco. Y están los menesterosos (con estos zampo palomitas mientras asisto al show) que se inmolan soltando un disparate nivel dios con tal de ser vistos –ay, Warhol de mi alma– un minuto. Ya saben, si les gusta esto que digo, denle al like. O mejor no.
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