El balcón
Ignacio Martínez
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No hay nada que me guste más en este mundo que un desayuno de hotel. Es lo que más disfruto de los viajes, ese despliegue de alimentos dulces y salados bien dispuestos y organizados para el goce de nuestra vista y paladar. No es que sea muy glotona, de hecho, seguro que no me compensa económicamente, pero es algo que me satisface enormemente.
Me gusta ir con tiempo para desayunar, con calma. Es algo que me gusta hacer con gente de confianza, así no tengo que explicar las mezclas imposibles de alimentos en un mismo plato ni la cantidad de mantequilla que le puedo poner a una misma tostada.
Además del deleite culinario, me recreo plenamente observando a los demás comensales, deporte nacional por excelencia, observación no participante y directa o, lo que es lo mismo, meterse donde no te llaman y comentarlo con el que tienes enfrente que es igual que tú o peor. No confiaría jamás en una persona que coge un yogur, un cuenco de muesli, un kiwi y dos trozos de piña; seguro que le pasa algo o se está preparando para llevar a cabo un atentado; ¿no ha visto las bandejas de bacon, las tortitas con chocolate y la tabla de quesos? Deberían invitarle a abandonar el comedor, no es digno de esta experiencia tan maravillosa.
La vara de medir que uso para evaluar la calidad de los desayunos en los hoteles es el zumo de naranja y el café. Si hay alguien exprimiendo naranjas es que el hotel tiene como mínimo cuatro estrellas y si no es un hotel será un establecimiento en el que cuidan los detalles y presta un servicio de calidad. ¿Qué es esa máquina del diablo con líquidos de colores? Deberían estar prohibidas o por lo menos no llamarlos zumos; yo los llamaría líquidos refrigerantes de naranja, piña o mango.
El café es otro tema delicado: las máquinas que suele haber echan más agua que café. Le echas dos azucarillos, lo pruebas y te chisporrotean los ojos de lo malo que está: amargo, aguado y desinfectante. Algo es algo. Si es bueno el hotel habrá máquinas de café de cápsulas o jarras con café recién hecho y leche caliente.
Otra señal de calidad es que haya una persona haciéndote tortillas al gusto, la misma que te mirará raro cuando elijas los diez ingredientes, todos los que hay, para tu tortilla. Pan tostado de semillas para acompañar, un cruasán, mermelada con queso, una magdalena de tamaño familiar y unas judías con huevos fritos, salchichas y bacon. Tu estómago está en shock y el inglés de la mesa de al lado lo está flipando mientras tramas un plan para subir a la habitación un plátano y dos peras sin que te vean, no quieres que te de una bajada de azúcar en mitad del senderismo que tienes en media hora.
Ya se sabe que lo mucho cansa y lo poco agrada: al tercer día de bufé intentas reducir la cantidad: empiezas con fruta, sigues con el muesli, unas tostaditas y terminas comiéndote tres gofres con nutela y con ansiedad: no te has podido resistir.
Mi hotel ganador fue uno en el que servían champán: pruébalo después de los gofres, así no empezarás el día borracha ni te precipitarás por el acantilado en mitad del senderismo. ¡Feliz jueves!
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