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En algún momento de los primeros años de la revolución rusa, Lev Kuleshov, un joven cineasta encargado de un taller de montaje, llevó a cabo un experimento junto a sus alumnos con el que buscaba probar la importancia del montaje en el significado de las imágenes. Tomaron un primer plano del actor Iván Mozzhujin con una expresión neutra y fueron concatenándole otros planos: un plato de sopa, un ataúd y una niña jugando. La prueba confirmó su hipótesis: el rostro de Mozzhujin, ante cada una de esas imágenes, parecía mostrar hambre, dolor o un turbio deseo. No cambiaba su rostro, sino nuestro corazón. El cine, lleno entonces de descubrimientos, atribuyó el nombre del profesor a ese efecto, que desde entonces se conocería como efecto Kuleshov.
Ha habido efectos Kuleshov desde que hay humanos. La vida, esa cinta sin bordes, es un flujo de estímulos, de sensaciones, de recuerdos. Nuestra cabeza no centra nunca su atención en un objeto sin antes, sin nosotros saberlo, asociarlo a otros objetos, más o menos velados. Todo bebe de otro lado.
Ahora que se ha cumplido un año de la matanza de Hamas en Israel, los telediarios han vuelto a mostrar imágenes y datos cuyas voces me hacen ver y sentir de un modo muy determinado esta guerra interminable. Me hacen comprender, según qué vea, el castigo, la venganza y la violencia, la rabia, el dolor y la desesperación. Los asaltos y los disparos. La chica que grita en brazos de su captor. Los muertos del 7 de octubre de 2023, más que todos los asesinados por ETA. Los rehenes. La operación israelí contra la cúpula de Hamas y Hezbolá. Los buscas y walkies que explotan. Los bombardeos de Israel, sin precedentes en la historia reciente, que han matado al 2% de Gaza –como si en un solo año mataran a un millón de españoles–. Los colegios y hospitales, convertidos en dianas y cementerios. Los niños que creen que es normal que las casas se derrumben y que lo raro es ir cumpliendo años. Los hombres y mujeres que se desplazan por un territorio de pesadilla sin descanso y sin esperanza, huyendo de una voz que les dirige desde lejos y que a su voluntad los liquida.
Cada una de esas imágenes me mueve a lugares opuestos. Soy incapaz de situarme en un centro que no sé si existe o merece la pena o es justo, ni de elegir un lado sin sentir que hay algo que me estoy perdiendo, porque no lo entiendo. Soy incapaz de encontrar una imagen que nos una a todos, algo que, sin importar lo demás, lleve a todos nuestros rostros a la misma expresión, universal y humana, y con ella a la paz.
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