Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Bajo las piedras
La ciudad y los días
La entrevista de la compañera Cristina Cueto a la escritora María Reig con motivo de la publicación de su novela Sonó un violín en París (Espasa), se encabeza con este titular: “La novela histórica no tiene edad”. Gran verdad en dos sentidos. No tiene edad en lo que a sus lectores se refiere, siendo uno de los géneros que ha abarcado un abanico de edades más amplio. ¿Quién no leyó de niño –muchas veces alentado por las películas que en ellas se basaban–Ivanhoe, Scaramouche, Los tres mosqueteros o Ben-Hur? Tampoco tiene edad en lo que a su ininterrumpido éxito se refiere, en su moderna concepción, desde finales del siglo XVIII hasta hoy. Y en los más diferentes registros, desde los más populares a los más intelectuales, desde Dumas, Sabatini Lewis Wallace a Yourcenar, Graves o Eco pasando por supuesto por Dickens, Hugo, Tolstoi, Stevenson o Galdós. Sin olvidar al padre fundador, mi siempre releído Walter Scott que empecé a leer en las novelas abreviadas e ilustradas de la Colección Historias de Bruguera.
Que el segundo libro de ficción más vendido de la historia tras el Quijote sea Una historia en dos ciudades de Dickens, su única novela histórica junto a Barnaby Rudge, quiere decir algo. Como también lo quiere decir que en más de dos siglos no haya decaído el interés por la novela histórica gracias a la pervivencia de sus clásicos siempre reeditados y presentes en las estanterías de las librerías –que tantos releemos con el placer culpable de dejar a un lado la montaña de libros que aguardan su primera lectura– y a su capacidad para renovarse al calor de los nuevos gustos y modas, alcanzando año tras año nuevos títulos las primeras posiciones entre los libros más vendidos. También, como ya he señalado, a su capacidad para abarcar todos registros, desde los más asequibles a los más elaborados, y para satisfacer las apetencias de todos los lectores, desde los menos a los más exigentes.
Hubo un momento en que desde cierta pedantería se la dio por anticuada, decaída y hasta muerta. Fue solo un instante. La fidelidad de los lectores a los clásicos no lo permitió. Porque este ha sido un género mantenido en vida no solo por el talento de quienes le dieron nuevo prestigio intelectual, quizás con Yourcenar en cabeza, sino sobre todo por ese pilar fundamental, tan despreciado por los preciosos ridículos, que es el llamado gran público.
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