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Huelva/LA tragedia que asola la Comunidad Valenciana nos ha sacudido esta semana a todos en España y en el resto del mundo. Las dimensiones de la catástrofe son desproporcionadas y poco entendibles en un país de la Europa Occidental y en ésta época contemporánea, casi cubierto el primer cuarto del siglo XXI. Menos comprensible resulta que provoque centenares de muertes, en vez de desafortunados casos aislados. Más de 200 fallecidos es una realidad terrible, inasumible, pero por desgracia serán bastantes más, entre desaparecidos y olvidados. Más los supervivientes, que son ya víctimas a perpetuidad igualmente, porque una experiencia como ésta les acompañará de por vida. Al resto, espectadores impactados por las imágenes y los relatos, se nos quedará grabado todo esto, como lo hizo la rotura de la presa de Tous o el camping de Biescas.
Mucho se está hablando en las últimas horas –quizá, demasiado– de las responsabilidades por lo sucedido, de los errores y de la culpa, cruzando dedos acusadores entre los políticos menos empáticos que pueden aflorar en torno a un acontecimiento como éste.
Con muchos desaparecidos aún por localizar, y demasiados muertos por identificar y entregar a sus familiares para enterrarles, entre miles de vidas rotas, es momento de gestionar y de trabajar. Más adelante tocará analizar y exigirles cuentas a quienes deban darlas.
Pero ahora debemos aprovechar, en caliente, todo ese flujo de sensibilidad e indignación popular antes de que se disipe. Porque debemos reflexionar y tratar de obtener un aprendizaje de donde difícilmente se puede sacar nada más que no sea tristeza y dolor.
La memoria es corta y efímera. Pronto se nos olvida todo, e incluso está mal visto recurrir al pasado en busca de lecciones válidas para el presente y el futuro. Por eso esto, mientras está ocurriendo lo de Valencia, debemos reaccionar ya.
Hay un evidente riesgo de sufrir desastres naturales y no podemos ignorarlo. Es real. Sea por un agravamiento de los efectos del cambio climático, o por un deficiente desarrollo de los territorios; o, en la mayoría de los casos, por una combinación de ambos. Cada vez son más frecuentes y devastadores. Esta vez han venido de la lluvia, de riadas, como otras veces ha sido el viento. Pero también pueden ser terremotos, como el reciente de Lorca, o un volcán, como el de la isla de La Palma, pese a que nadie imaginaba que en España pudiera entrar uno en erupción.
La provincia de Huelva también vivió este viernes una situación excepcional a causa del temporal. No fue tan virulenta como en el Levante ni llegó a los extremos de la borrasca Bernard del año pasado, pero hubo una tormenta terrible de madrugada que despertó a muchos onubenses y que dejó una gran cantidad de agua y de carreteras cortadas, calles, garajes y viviendas anegadas, y que generó bastante miedo al pensar que algo de lo visto en la tele estos días se pudiera repetir aquí. Hasta un tornado hubo en Isla Cristina el día anterior, causando dos heridos y volando embarcaciones como hojas secas de árboles.
Tuvo que ser el 1 de noviembre el día que media provincia estuvo con aviso rojo por riesgo extremo de precipitaciones y tormentas. El mismo día que se cumplía un nuevo aniversario, el 269º, de ese fatídico terremoto de Lisboa que tanto marcó el desarrollo posterior de Huelva y su costa.
El profesor de la Universidad de Huelva Francis Alonso Chaves, prestigioso geólogo y estudioso de la geodinámica, cuenta en un reportaje a Huelva Información que el de 1755, y el posterior tsunami destructor, cambió el modo de ver este tipo de fenómenos en Europa, abordados desde entonces de un modo más científico y empírico. Como una realidad que podía pasar en cualquier momento, y no por castigo divino. Como ahora debe cambiar.
Si algo queda demostrado una vez tras otra, con catástrofes como las referidas, es que ocurren porque es posible que ocurran. Que se repiten cíclicamente y con más frecuencia que la acostumbrada hasta ahora. Y que, precisamente por eso, por constatarlo como una realidad, no podemos mirar a otro lado y debemos trabajar para estar muy preparados cuando llegue. Venga una inundación, un incendio, un terremoto, un tsunami o un viento huracanado.
Como en tantas cosas, falta información para aceptar esa realidad como parte de nosotros y de nuestra tierra. E integrarlo con absoluta normalidad en su vida cotidiana, como han conseguido los japoneses con los temblores de tierra tan frecuentes en su país. Falta una seria y completa formación entre la población, como hay en Japón, que nos proporcione las claves para saber reaccionar cuando parezca inminente una riada, un seísmo o esa gran ola. Cuando menos, que sepamos cómo evitar imprudencias y acciones sin sentido que acaben con nuestra vida y con las de otros. Y, claro, activar también todos los mecanismos materiales y humanos antes de que llegue el momento crítico para minimizar los daños entre la población.
Para todo eso hay que empezar por el primer paso. Y que nadie se escandalice, ni se asuste, si hablamos de la posibilidad de que haya un terremoto o un tsunami, por ejemplo. Y que las autoridades se conciencien de la importancia de asumir esos riesgos y anticiparse para poner a salvo a todos. Es la mejor inversión posible. Pero hay todavía muchos reparos para abordarlo. Y los pocos ayuntamientos que habían avanzado, al menos con los tsunamis, han dejado aparcada peligrosamente su aplicación y su desarrollo.
Formamos parte de una sociedad cada vez más apoltronada, cegada, que huye de cualquier cosa que le incomode. Y tenemos una clase política que tampoco quiere problemas ni intuirlos a lo lejos.
El cortoplacismo se impone y se evita invertir en lo que no permita recoger frutos inmediatos y directos. No digamos en gastar para evitar lo que no ha ocurrido, o lo que es difícil que ocurra en vida propia. Pura exhibición de egoísmo contemporáneo frente a una muestra de generosidad a futuro.
Una parte de la ciudadanía apoya a quienes así piensan y actúan; no quieren enfrentarse a los riesgos desde esa comodidad ciega. Ni miedo ni temor, ni nada que altere ese (falso) bienestar conformista, sin ambición ni compromiso con el mundo que les dejamos a nuestros hijos y nietos. Aunque esos sean los primeros que, por supuesto, ahora claman exigiendo estos días esas mismas responsabilidades que no están dispuestos a asumir.
Hay que educar en los riesgos para hacer también una sociedad más madura. Y una clase política más eficiente y mejor preparada. Tarea complicada pero posible. Y utilizar herramientas fundamentales, como el PGOU en los municipios, o el POTAD, en la comunidad autónoma, que deben tener esos riesgos muy presentes.
Si algo le debemos a esas más de 200 vidas perdidas en Valencia, es que hagamos todo lo posible para que eso no se vuelva a repetir ni nadie pase por lo mismo que ellos. Que actuemos sin miedo, sólo con responsabilidad y mucha diligencia. Nos lo están enseñando ahora.
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