El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
El señor Meursault se ha levantado esta mañana a las 8, como siempre. Ha desayunado lo habitual, en silencio, sólo. Se ha dirigido al trabajo en su viejo coche, con las noticias sonando de fondo; muertes en Palestina, algo de política mediocre, fútbol, en fin, para su gusto lo de siempre. Hasta el mismo momento en el que iba a apagar la radio el señor Meursault no se había emocionado hoy lo más mínimo; ni siquiera tener que pagar de nuevo la zona azul le crispaba. Pero de repente, como salido del infierno, las noticias reproducen a ese concejal de Torrox diciendo esa barbaridad sobre los africanos que han sido realojados en su pueblo, que si había que ponerles pulseritas como a animales y que nos iban a contagiar el tifus. El señor Meursault se quedó petrificado al oír tamaña barbaridad, él, tan aparentemente inanimado, tantos años indolente y protegido del exterior, acorazado ante cualquier humanidad. Las palabras de ese salvaje rebotaban en su mente sin saber muy bien por qué, como si le hubiesen sacado de su mansedumbre, como si un resorte hubiese multiplicado su ira y su enfado, no se reconocía, no podía concentrarse. Esa mañana no bajó a media mañana a tomar café junto a la oficina, prefirió buscar un sitio algo más alejado, dos calles más allá, una cafetería nueva, y en ella se topó con extranjeros que esperaban junto a la oficina de extranjería. Allí, tan dóciles, y aparentemente indefensos, se preguntó ¿qué pensarían al escuchar al necio aquel? ¿por qué esa agresión verbal tan gratuita? ¿qué necesidad hay?... aquella mañana algo cambió en el señor Meursault. Aquella mañana se hizo algo menos extranjero, como ellos, fue rápido y fácil, solo tuvo que sentir.
Hace 72 años, Albert Camus creó a este personaje frío e indiferente, Meursault, en su libro El Extranjero. El protagonista se diluye en un mundo sin sentido, carente de dirección, en una posguerra fría y árida, que vulneraría las emociones de toda una generación. Hoy, en un tiempo lleno de dolor publicitado, con guerras y xenofobia a raudales a nuestro alrededor, cometemos el riesgo de convertirnos también en extranjeros, donde nuestra vida quede dirigida por la costumbre y por la inercia brutal que parece acompañar al que no nace con suerte. Solo la compasión, la empatía, la rabia, el cariño, la pasión, podrán salvarnos.
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