Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La confianza está rota
El hombre sin nombre sale despacio. No tiene prisa. No va a ninguna parte. Esquiva, titubeante, el último escalón del portal y hurga, con manos inquietas, entre los papeles que acumula en el bolsillo del pantalón hasta tocar el metal de sus viejas llaves. Entonces respira, aliviado, dejando que la pesada puerta metálica se cierre a su paso con un golpe seco y vibrante. Echa a andar calle arriba. A menudo no recuerda a dónde va, y esas veces se asusta un poco, no ya porque no se acuerde, sino porque de repente se da cuenta de que no sabe nada. No sabe por qué se asusta, no sabe qué quiere hacer ni qué necesita, no sabe dónde está, a dónde va... Ni siquiera sabe quién es, y eso, digo yo, asustaría a cualquiera. Así que no pasea: deambula. Anda, por hacer algo, con la esperanza de que andando todo se despeje un poco. Hace frío, pero él ni lo siente. No nota cómo le cala los huesos y le aprieta los músculos, contrayéndolos hasta que lo encogen. Tiene suerte y la lluvia le pilla pasando por el puesto del lotero, que como lo conoce de siempre, lo llama con vehemencia:
-¡Oiga! -grita-. Véngase usted pacá, hombre, que se va a calar.
Y el hombre sin nombre va y entra, y sonríe y le da al lotero una palmadita en el brazo porque le resulta familiar aunque no recuerda por qué. Y el lotero le pregunta que cómo está, aunque sabe que desde que murió la doña ya no es el mismo, y que si la familia qué pasa, que si no viene ni piensa venir, y que si debería ir al médico, que tiene mu mala cara. Y el hombre sin nombre logra encajar unas cuantas frases hechas con las que le responde que está un poco flojito y que se siente raro, pero que ahora mismito su mujer le da un caldo puchero y se queda nuevo. Poco a poco van llegándole destellos de memoria y se acuerda de que había salido a comprar el pan e incluso pregunta por la panadería y el lotero qué sí, hombre, que está ahí a la vuelta y que no hace falta que corra que no cierra todavía y que se va a caer, que a dónde va, que todavía llueve, pero el hombre sin nombre tiene prisa porque ahora sabe a dónde va y no quiere que se le olvide otra vez. El lotero lo ve marcharse con tristeza. Mira a su esposa y se encoge de hombros.
-Un día de estos, ya verás -le dice, y sigue a sus cosas.
El hombre sin nombre se sienta sobre la tela gastada de su viejo sillón y permanece allí, así, durante horas. Luego se levanta, como si no hubiera pasado el tiempo, a buscar el caldo que no le ha preparado nadie. Tampoco se pone demasiado triste porque ya ha olvidado para qué iba a la cocina, así que agarra del escurridor el cristal amarillento de su vaso Duralex, lo llena con agua del grifo y la bebe lentamente, con la mano temblorosa y arrugada apoyada en la encimera. Está cansado. Se ahoga y le duele mucho la cabeza. Siente que le pasa algo malo y tiene miedo, pero no sabe cómo pedir auxilio. Ni siquiera sabe que está solo ni sabe que, cuando eso ocurre, cuando no hay familia ni vecinos ni amigos ni servicios sociales ni nadie que se acuerde de ti, cuando todo falla, cuando fracasamos, el hombre sin nombre es el primero que pierde y nosotros, todos los demás, ganamos un mundo cada vez más gris y más sucio. Un mundo horrible.
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