Envío
Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
He intentado ponerme en el lugar de las familias de esos menores no acompañados que se han convertido en foco de atención política y mediática en nuestro país. Menores que tienen padre y madre de los que nunca se habla: a veces han muerto en la travesía, como en el caso de dos niñas de seis y ocho años que llegaron a Canarias en un cayuco hace poco, junto a los cadáveres de sus padres; otras veces son las propias familias las que los meten en las embarcaciones, negocian un precio inferior para ellos y prefieren enfrentarlos a un viaje tan peligroso antes que dejar que padezcan hambre, violencia y sobre todo la maldición de una vida sin futuro. Prefieren dejarlos ir, antes que no hacer nada. Porque eso que aquí llamamos efecto llamada es, en realidad, un efecto huida.
He intentado imaginar la desesperación, la impotencia, las noches en vela de esas madres y padres. Quisiera que a los familiares que reciben por fin la llamada tranquilizadora de sus niños o niñas nadie les cuente que muchos viven hacinados y que hay administraciones que se niegan a cumplir los convenios y leyes internacionales; que ciertas personas en España no muestran ningún signo de humanidad y respeto por las vidas de estos menores, reducidos a siglas y utilizados como arma política. Aunque es posible que sus padres, que han tomado una decisión tan dura, den por bueno todo esto con tal de ofrecerles cualquier remota posibilidad de una vida mejor.
Es fácil ahora admirar a las familias de nuestros héroes de la Eurocopa, reconocerse en el barrio donde creció Lamine o valorar el esfuerzo de los padres de Nico. Son progenitores que han acompañado a sus hijos en una historia de superación personal y social y los ven ahora convertidos en símbolos, más allá de sus méritos deportivos: en tiempos de xenofobia y racismo ellos encarnan la normalidad de un país diverso, por encima de las ideologías. Pero ese encumbramiento no debe hacernos olvidar a quienes se quedan fuera de la foto: otros chicos y chicas que han resistido una travesía infame, que esperan en centros desbordados, que solo quieren lo mismo que nuestros niños y jóvenes: vivir en un entorno seguro, estudiar, labrarse un futuro… quizás hasta poder jugar al fútbol. Ellos y ellas también son héroes, protagonistas de una odisea repleta de adversidades que en estos casos preferimos ignorar, y cuyo último capítulo aún está por escribir. Porque, al final, depende de nosotros.
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