Gafas de cerca
Tacho Rufino
Parténope en penu mbra
La ciudad y los días
Con las muertes de los profesores que nos marcaron se nos va muriendo algo de nuestra infancia y juventud. Porque ninguna etapa de la vida muere del todo. Viven el niño, el adolescente y el joven que fuimos, apagándose, eso sí, poco a poco, muertes de otros a muertes de otros, como pabilos cada vez más consumidos. Hasta que el soplo definitivo de la canina –cuanto helado aire para tan vacía boca– los apaga del todo. O no. Porque cuando se haga la oscuridad espero que brille esa “dulce lumbre que en la noche nos dice que el sol vive”, como llamó Unamuno al Cristo de Velázquez.
Algo del niño que fui murió con la profesora de L’ École Perrier de Tánger que, con un aire cautivadoramente frío de Catherine Deneuve, caminaba entre las bancas mientras nos leía con voz de terciopelo el libro que sujetaba con una sola mano, un gesto tan hermoso, tan delicado, como de amor al libro, que mucho hizo por hacerme lector. Algo del adolescente que fui murió con don Ángel Martín Vicente, que me descubrió el imperativo categórico –“obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”– en una clase sobre Kant en el Instituto Martínez Montañés. Algo del joven que fui murió con don Enrique Sánchez Pedrote, que además de descubrirme a Scott Joplin antes de que lo resucitara El golpe, me abrió los caminos que conducían a Roma para hacer mi tesina y tesis sobre Nino Rota y Fellini.
Y algo de ese joven ha muerto con Enrique Valdivieso, mi profesor de Arte Moderno y Contemporáneo, fallecido trágicamente junto a Carmen Martínez, su esposa, que tantas vocaciones despertó –entre ellas la de nuestro colaborador y profesor de filología latina Alberto Marina Castillo– por esas lenguas clásicas siempre vivas que los tontos –inmensa mayoría que, por desgracia, incluye a quienes diseñan los planes de estudio– creen muertas.
Lo que la catedrática de Latín Carmen Martínez hizo por muchos jóvenes lo hizo por mí don José Olivares D’ Angelo en la Academia Ifar. Me llevé mal con el latín y el griego hasta que di con él. Lo enseñaba como una lengua viva, haciéndonos utilizar las ediciones de Oxford de La Ilíada y La Odisea que traían hasta la introducción y las notas en latín y comprábamos en la Librería Montparnasse de André Duval, otro maestro. Gracias a todos ellos.
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