Inteligencia artificial

Envío

30 de enero 2025 - 03:06

Una especialmente brillante alumna de doctorado –digamos Isabel– se muestra horrorizada por la eclosión de la IA –supongo que no es necesario desarrollar el acróstico para saber de qué hablamos. “Tú no tendrás que convivir mucho con esto si no quieres, pero yo… Más vale que me acostumbre pronto”. ¿Cómo explicar a la joven Isabel que uno lidiaría gustosamente con la IA y con otros peligrosos molinos de viento a cambio de regresar a su edad, mejor incluso doblada? Es preferible sonreír y continuar el juego, que sigue por senderos previsibles con la participación entusiasta de los demás comensales. La IA, como Trump, como Sánchez, no deja a nadie indiferente, pero detractores y admiradores, como en su caso, se reparten por barrios bien distintos, excepto esos peperos fraudulentos, felices en compañía de obispas anglicanas, que pretenden que creamos que aborrecen a ambos por igual.

Algo debe tener el agua cuando la bendicen, y que chinos y norteamericanos estén dispuestos a todo con tal de ganar la batalla de la IA, debería advertirnos de que la cosa no es tan tonta como parece. Algunos nos sentimos como indígenas con taparrabos, cambiando oro por coralina, incapaces de apreciar el oculto –para nosotros– valor del invento. Los textos producidos por IA que hasta ahora me han mostrado, como quien enseña un manuscrito de Qumrán, me parecen tan impersonales y vacuos como la mayor parte de la prensa escrita por bípedos pensionados, pero esta forma de bollería industrial, de plato preparado y congelado, es, sin duda, el gran descubrimiento del nuevo milenio para perezosos poco exigentes consigo mismos y con los demás, tan holgazanes al escribir como para leer. Porque si la IA releva de la escritura, no menos de la costosa lectura ¿Quién en su sano juicio leería las excrecencias del Rincón del Vago por más que se le presentasen con el aura del avance tecnológico más refinado? Y si de pereza hablamos y de remedio a faenas pronto excusables, ¿qué debería hacer un profesor con la jubilación ya a la vista con la pila de exámenes que en estas fechas le amenaza desde el otro lado de la mesa? ¿Cómo es que nadie ha inventado el lector automático de pruebas, trabajos y sesudas tesis? Todo se andará, e Isabel hallará pronto motivos para no dejarse arrastrar por pesimismos inaceptables cuando se tiene su edad y un futuro solo suyo que ninguna máquina infernal sería capaz de imaginar.

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