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La ciudad y los días
Carlos Colón
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Postrimerías
Dicen los aliados más díscolos del Gobierno de progreso, aún liderados por el inefable caudillo y notorio ilusionista, que los jubilados catalanes, como viven en una autonomía donde el nivel de vida es más alto, tendrían que recibir mejores pensiones que sus homólogos del resto de España. Nada que sorprenda a estas alturas. Sus reflexiones siguen la torcida lógica a la que nos tienen acostumbrados: también quieren ser eximidos de los nuevos tributos, disponer de más fondos de lo que antes se llamaba la caja común, anular la ingente deuda acumulada, limitar o eliminar la solidaridad con otras comunidades –da hasta pereza recordar que no son las comunidades las que pagan impuestos o transfieren rentas, sino los contribuyentes, de acuerdo con un sistema tributario basado en los principios de igualdad y progresividad– o recibir reparaciones por no se sabe qué agravios. Anunció en su día que si no ganaba las elecciones dejaría su lugar a otro, pero no se ha ido y ahí sigue, cada vez más encanallado, esperando que la amnistía que ellos mismos supervisaron y se ha visto obstaculizada por la interpretación de los jueces –no acaba nunca la dictadura entre nosotros, es eterna y consustancial a la raza, una raza degenerada e incorregible, como nos explicaron sus predecesores– le permita pisar las calles de Girona nuevamente. No es un hombre popular fuera de la Cataluña profunda y tal vez por eso se expresa sin filtros ni contención, pero no es el único de su partida que lo hace en esos términos. Es curioso que la antaño llamada minoría catalana, representante de una burguesía que siempre alardeó de talante europeo y maneras cosmopolitas, use de un vocabulario tan castizo y escatológico. Sus oradores hablan de mear sangre, de tener cogido por los huevos al presidente, de mover el culo o, en reciente hallazgo, de transferencias capadas. Son expresiones, digamos, inelegantes, que por lo demás se corresponden bien con su catadura moral y estética –punto este no desdeñable– y reflejan de modo gráfico la decadencia de una clase social que fue vanguardia. La enojada portavoz en el Congreso, especialmente, llama la atención por sus discursos incendiarios y su gestualidad agresiva, acogidos con resignación y santa paciencia entre los humillados escaños de la primera fila. Incluso el puto amo, como lo llaman sus fámulos, la escucha cabizbajo y sumiso y no extrañaría que si lo pidieran, posibilidad no inverosímil, se dejara azotar con la fusta. Quizá la parroquia que nutre la base electoral de la derecha nacionalista no apruebe tales expansiones, pero peor fue –se dirán, aunque de eso ya no se acuerda nadie– lo del otro presunto honorable.
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