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Hace unos días asistí a una ponencia muy interesante sobre economías transformadoras donde la mayoría de los asistentes eran estudiantes de un instituto cercano que habían sido invitados. A priori podemos pensar que éste sería el público idóneo para escuchar y absorber el mensaje tan importante que se dio en la charla, ya que son el futuro y son ellos los que sufrirán las consecuencias del modelo de economía imperante actual: ese que no promociona un consumo sostenible, que no mira por los recursos locales ni se preocupa por los intereses de la comunidad. Conceptos como la agricultura intensiva, el turismo masivo y la apropiación de las riquezas en Andalucía fueron los ejes de la charla. Fue como un tortazo con la mano abierta cargado de realidad que nos dejó a todos con ganas de cometer actos delictivos. A todos no, perdón: a un 20 % de la sala nada más, los que teníamos más de 16 años y no estábamos allí por obligación.
Yo con 16 años no habría escuchado con atención al ponente invitado, estoy segura. La escucha activa es una habilidad que se adquiere con la edad y con voluntad; la misma que hace que te esfuerces para dejar de creerte el ombligo del mundo, abrir los ojos y cerrar la boca. Sigo trabajando en ella cada día.
Durante la ponencia me fijé en ese público joven sentado en las butacas, con la mirada vigilante de su profesora desde el fondo de la sala. Algunos llegan tarde, otros se van antes de tiempo, risas contenidas, móviles en la mano y pocas ganas de estar donde estaban. Recemos un padre nuestro por esos docentes que trabajan diariamente para intentar meter algo en esos cerebros en fase de esparcimiento.
Que sí, que no todo el monte es orégano: hay jóvenes comprometidos con la educación, que han desarrollado un pensamiento crítico y que tienen ganas de aprender… Bienvenidos son todos ellos: el mundo, a sus pies, aunque no lo sepan todavía.
Tengo un pensamiento recurrente con el que me fustigo, del que hago referencia ahora porque me visita cada vez que estoy con gente joven: ojalá hubiera sabido lo que sé hoy hace 25 años. No es muy sano, lo sé. La vida funciona así y no hay otra. Menos mal que no tengo una máquina del tiempo porque si volviera a mi adolescencia me echaría un buen rapapolvo por no aprovechar el tiempo ni valorar lo que tenía.
Quizás mi mirada se deba al temor que me causa la incertidumbre imperante donde el acceso a una vivienda, la precariedad laboral, los conflictos bélicos y el cambio climático no auguran un futuro muy prometedor para las generaciones venideras.
Por mucha fe que quiera tener para que todo cambie, si no conseguimos cogernos de la mano y remar todos en la misma dirección, esto se irá al garete: el ser humano se extinguirá, aunque la tierra seguirá ahí, regenerándose. Las cucarachas vivirán felices sin que las pisen, nadie deshojará las margaritas para saber si lo quieren o no lo quieren y las flores crecerán salvajes y caerán cuando tengan que caer: ésto es lo único que me alivia. ¡Larga vida a las margaritas!
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