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Organizado por la Fundación Manuel Jiménez Abad, la otra semana se celebró en Sanlúcar el I Foro Iberoamérica, donde un escogido plantel de escritores, estudiosos y juristas, convocados por el secretario de la institución, José Tudela Aranda, y su colega el profesor Víctor J. Vázquez, se acogieron a la doble e imbatible hospitalidad de la Fundación Casa Medina Sidonia y Bodegas Barbadillo para dejar reflexiones muy valiosas sobre los vínculos, los retos y las carencias de la populosa comunidad de naciones que integran un espacio geopolítico traspasado por más de quinientos años de historia compartida. Se hace imposible resumir en unas líneas las finas apreciaciones que dejaron los ponentes, durante las sesiones o después, en los debates animados por el generoso estímulo de la manzanilla, pero entonces y luego le hemos dado vueltas a la idea de la América Latina que expresaba José Enrique Rodó –el gran autor de Ariel, oportunamente citado por Tudela– en su ensayo entonces influyente y hoy medio olvidado. Los españoles solemos pensar que el término Latinoamérica, de inspiración francesa, ha sustituido a Hispanoamérica o Iberoamérica de un modo que hurta las raíces peninsulares de la mayoría de la población criolla, pero al margen de su origen y del hecho no discutible de que se ha impuesto en el uso y es el predilecto entre los naturales de aquellos países, no siempre vemos que en su raíz está la latinidad en tanto que civilización, diferenciada en particular de la anglosajona. Cuando apareció el libro del escritor uruguayo, todavía veinteañero, en los inicios del Novecientos, estaba de moda entre las élites latinoamericanas la llamada nordomanía, es decir el desprecio de la tradición propia –no sólo de la herencia hispánica, también de la cultura de los pueblos indígenas y de los mismos indígenas– en favor de un Norte cuyos valores se juzgaban superiores. Frente a ellos reaccionó el idealismo de Rodó, en un discurso también eurocéntrico –con Grecia y la espiritualidad cristiana como referentes– pero ajeno al mercantilismo que hoy se impone con particular crudeza en los Estados Unidos. Es un discurso noble pero desfasado, poco compatible con las justas reclamaciones de las comunidades originarias, pero su reivindicación del legado humanista sigue estando vigente y permite imaginar –el nuevo orden mundial favorece el arbitrismo– una alianza entre Europa y Latinoamérica que renunciara a los liderazgos autoritarios y constituyera un verdadero bastión en defensa de la democracia. Todos nos beneficiaremos si las repúblicas hermanas, del todo emancipadas y gloriosamente mestizas, enriquecen con su singularidad lo mejor de Occidente.
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