Envío
Rafael Sánchez Saus
¿Réquiem por Muface?
Crónicas levantiscas
Como las películas de submarinos, las de infiltrados en las filas enemigas han dado para todo un subgénero del cine de espías del que destaca la francesa Oficina de infiltrados y sus cinco temporadas, calificada por muchos críticos como la mejor serie que ha producido el país vecino. Arantxa Echevarría acaba de estrenar en las salas la que es, hasta ahora, la mejor contribución española a esta temática con la historia dramatizada de la agente de la Policía Nacional que estuvo ocho años infiltrada en el mundo radical abertzale y en ETA, y cuya información valió para detener al comando Donosti y salvar un puñado de vidas después de la ruptura de lo que Mayor Oreja denominó la tregua trampa de la banda terrorista.
Una extraordinaria Carolina Yuste interpreta a la agente de La infiltrada en el ambiente no menos agobiante del casco viejo de San Sebastián, donde esconde en un piso a dos terroristas de perfiles bien distintos, un bueno y un malo que podríamos decir, un chaval que en su equivocación cae en el romanticismo homicida con el que ETA seducía a la gente joven del País Vasco y todo un zumbado que, con o sin banda terrorista, hubiera acabado matando a lo largo de su triste vida. Estos últimos fueron los pistoleros más sangrientos de ETA, psicópatas del tipo de Kubati, asesino de Yoyes; Txapote, de Miguel Ángel Blanco, o Ata, aquel que le descerrajó un tiro a un guardia en Capbreton cuando ambos se cruzaron de modo fortuito en una cafetería.
En una de las escenas del piso franco surge la gran cuestión de la película cuando la heroína pregunta al etarra con el que convive: ¿Y tú, cómo te imaginas cuando todo esto acabe, cuando ganemos? Volvería a la casa de mi madre, que hace unas lentejas cojonudas, qué ricas, me gustaría pasear sin sentirme perseguido por la Policía, sin presos ni exiliados ni torturas; es decir, como antes de que ETA jodiese al País Vasco con esa espiral de violencia que sus teóricos enmarcaron en la clásica estrategia de acción y reacción, y que en sus momentos más agónicos se bautizó con el macabro nombre de socialización del dolor. Es decir, como ahora, cuando la desaparición de la banda por rendición del Estado ha devuelto a Euskadi su condición de la Dinamarca del Cantábrico, con sus buenos salarios, su excelente comida y sus amables vecinos. ¿Y todo esto, para qué? Para nada, para comerse unas lentejas, qué ricas.
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