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Hace una semana, durante la cena de Nochevieja, mientras todos comían a dos carrillos, mis sobrinos pequeños hacían de las suyas y mi familia reía feliz en torno a la mesa, me dí cuenta de algo. Yo, con mi inconformismo permanente y mi eterno mal de amores, no dejaba de pensar en lo desdichada que era por despedir el año después de un 2024 pésimo sentimentalmente. Una letargo amargo que me mantuvo ensimismada toda la cena y del que desperté, de repente, al cabo de un instante. La miré a ella, mientras servía con dulzura el mousse de limón que había estado preparando la tarde de antes. Estaba allí, pero al mismo tiempo, en todas partes. Seguía sin que lo notáramos a mis sobrinas pequeñas, para ver qué les faltaba, al tiempo que cuidaba lo que comía mi hermana, mi cuñado, servía a mi tía, reía y asentía al tiempo a los comentarios que hacía mi hermano y aún le sobraban instantes para descubrir, sin dejar que yo la viera, que alguien me había mandado un mensaje inesperado despertando mi malestar en el último momento del año. Y entonces, la vi y salí de mí. Mi madre, ese pilar que mantiene de pie las paredes de un hogar repleto de fisuras, roturas y ausencias. La mujer más sensible que he conocido y la más fuerte a la vez, capaz de comerse el mundo por ver a sus hijos felices. La que da lo poco que tiene a los demás porque, sin compartir, ¿para qué sirve vivir?. La que a pesar de haber perdido a su compañero de viaje mucho antes de lo esperado, aprendió a reponerse sola, a base de palos, por nosotros. La que al mirarnos a los ojos es capaz de leer nuestro alma. La que, a pesar de todos los pesares, se seca las lágrimas cuando nadie puede verla para no hacerse notar, porque como ella dice, “nosotros somos lo importante”.
La noche del 31 no solo me di cuenta de la pequeñez de mis problemas antes de que el reloj marcara la medianoche, sino que redescubrí en ella la mujer que quiero ser. Una persona que no teme a mostrarse tal cual es, pero que no se deja ver para no hacer ruido. Porque ella, con su infinita prudencia y sencillez, siempre está para los demás, siempre cuida, siempre sirve, siempre sostiene.
Recuerdo que aquella noche, ya la del día 1 de madrugada, no paraba de toser por ese virus que se instaló en el aire. Y en mitad de la oscuridad, escuché sus pasos acercarse a mi cama. Venía a traerme el jarabe que me daba de niña. Las lágrimas me brotaron de los ojos al verla llegar con aquel botecito rosa que sabía a mi infancia. Y es que así es ella. Así son las madres. Da igual la edad que tengamos, de dónde vengamos o los feos que les hagamos. Como decía Alejandro Dumas: “Las madres perdonan siempre: a eso han venido al mundo”. Benditas madres que siempre estarán para salvarnos.
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