El zurriago
Paco Muñoz
La magdalena de Miguel
Miguel se levanta sin hacer ruido. A diario, antes de que le sonara el despertador, se le activaba un no sé qué en el cerebro, clic, y abríalos ojos, como los muñecos aquellos que movían los párpados cuando les meneabas la cabeza. Su no-sé-qué, que no le fallaba nunca, tampoco lo hizo esa primera mañana, así que el clic se activó y casi lo mató de la pena. Se levantó sin muchas ganas de nada, o con pocas ganas de todo, que para el caso es lo mismo, y se fue a la cocina a ponerse el café, como antes. Como siempre. Mientras la cafetera canturreaba con su sonoro chapoteo, Miguel se lavaba la cara, se cepillaba los dientes y se peinaba aplastándose el flequillo contra la frente, ayudándose con la mano y con un buen pegote de Patrico, que uno tiene que estar guapo aunque solo sea para salir a por el pan. Hasta para quedarse en casa hay que ponerse mono, que nunca se sabe lo que puede pasar. Se mira en el espejo, sonríe y se echa un poco de colonia antes de volver a la cocina a por el café, que, humeante y oloroso, acaba de verter una última gota en la jarra de cristal. Siempre le ha parecido que el sonido gaseoso que hace su cafetera cuando acaba su trabajo se parece mucho al del Super Goofy de las Colombinas cuando echa a andar marcha atrás. Se pregunta si este año volverá a ir con todos sus compañeros, como hacían antes, y se pone un poco triste (un mucho, en verdad) al pensar en ellos y en lo que los echa de menos. Al de ayer le llamará por siempre el día feo porque quiere olvidarlo y, como se conoce, sabe que si le pone fecha acabará recordándolo siempre, y ni de coña, que fue muy triste quedarse sin trabajo después de tanto tiempo. Miguel (posiblemente su nombre sea otro, pero aquí lo vamos a llamar así) empezó muy jovencito, como aprendiz en la escuela taller, hace ya veintitantos años. En realidad, ahora que cae, a lo largo de su vida ha estado más tiempo trabajando allí que haciendo cualquier otra cosa. Se ríe en voz alta, de pensarlo, aunque se tapa la boca enseguida porque no quiere despertar a mamá, que todavía está en la cama, la pobre. Coge una magdalena del estante de arriba, se sienta y se coloca una servilleta en el cuello para no mancharse la camisa, que hoy toca salir a dejar currículums. Lo hace por hacer, que sabe de lo difícil que es encontrar un trabajo a su edad y en sus circunstancias, que mucho rollo y mucha palabrería, pero a la hora de la verdad nadie quiere contratar a nadie como él. A ver si no por qué aquella había sido su único trabajo, y el de sus compañeros, durante tanto tiempo. La ley de la oferta y la demanda, les explicaron, aunque no puede dejar de pensar que muy pocos hacían su trabajo mejor que ellos, y que ni oferta ni demanda ni leches, que aquí lo único que manda es el colegueo y el cuñadismo y que si quisieran podrían haberlos ayudado a sacar aquello adelante. Que solo bastaban un poco de voluntad y algo de corazón. Que por no tener ni lo uno ni lo otro estaba ahora él ahí sentado sin saber qué hacer, rezando a ver si encontraba algo pronto para no darle a su madre más disgustos, que bastantes había tenido ya como para encontrárselo, otra vez, llorando en la cocina, con una magdalena en una mano y acariciando, con la otra, las últimas pruebas del catálogo que nunca terminaron de imprimir en Aspapronias.
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